En la soledad de los calabozos, Sade tuvo también su noche
ética parecida a la noche intelectual con la que se envolvió
Descartes. No logró el surgimiento de la evidencia, pero por
lo menos discutió las respuestas demasiado fáciles.
Simone de Beauvoir
Sade, el rebelde
Cuando salió de prisión en 1790, luego de once largos
años de encierro, Sade ya no era tanto un aristócrata como un ciudadano: la
revolución había triunfado en Francia y la instauración de la república era
prácticamente una realidad. De hecho, su liberación no fue un caso aislado:
todos los presos del absolutismo fueron puestos en libertad por la revolución
triunfante. Todos, incluidos quienes estaban presos no por razones políticas
sino por otros delitos: entre estos últimos el propio Sade. No, nuestro autor,
no era un revolucionario, pero a su modo era un rebelde. ¿Y cuál es la
diferencia? ¿Y qué modo de rebelión era el suyo?
Según Camus en su ensayo El hombre rebelde, la diferencia estriba en dos elementos: la
historia y la idea. Así, el sujeto rebelde puede prescindir de la historia o no
es necesario para él alterar el curso de la misma en función de una ideología
revolucionaria; su horizonte de transformación no involucra necesariamente la
vastedad de la sociedad en la que vive. Bien puede ocurrir que así sea, pero no
siempre es ese el caso. De hecho, con el mismo fervor el sujeto rebelde puede
decantarse por una contrarrevolución o un proceso restaurador (los rebeldes aristocráticos-románticos
son un ejemplo de eso según Bertrand Russell). Y con el mismo fervor puede
prescindir de una proyección social material y recogerse en su intimidad para
emprenderla teórica o ficcionalmente contra todo lo que le rodea. En este
último caso, en palabras de Camus, estaríamos ante un rebelde metafísico. ¿Y
quién fue, según el nobel francés, el primer rebelde metafísico de la historia?
Pues nuestro autor: Donatien Alphonse Francois de Sade, el Marqués de Sade. Señala
Camus:
Históricamente la primera ofensiva coherente es la de
Sade, quien reúne, en una sola máquina de guerra, los argumentos del pensamiento
libertino hasta el cura Meslier y Voltaire. Su negación es también, no es
necesario decirlo, la más extremada. Sade no saca de la rebelión sino el no
absoluto (…) Toda ética de la soledad supone el poder. A este título, Sade es ejemplar en la medida
en que, al ser tratado de una manera atroz por la sociedad, reaccionó él
también de una manera atroz. (Camus, 1967 , p.142)
En efecto, ¿quién antes de Sade dio cima a una obra
literaria tan ácida, donde zozobraban todos los valores, todas las certezas
vigentes hasta entonces? Desde Dios hasta la religión, pasando por la moral y
las convenciones sociales, nuestro autor dio en el polvo con todo, pero en
nombre no tanto de la revolución como de una rebelión personal, metafísica. Lo
revolucionarios, los rebeldes históricos como los llama Camus, estaban
empeñados en pasar de la idea a la práctica, del dicho al hecho: decapitaron al
representante de Dios en la tierra, el rey Luis XVI, y harían lo propio con
quien se opusiese a la revolución y a la república. Libertad, igualdad y
fraternidad universales era su consigna.
Con todo, Sade no fue ajeno al electrizante clima
revolucionario: nuevamente libre, no dejó de transitar los primeros días de ese
nuevo tiempo con entusiasmo ¿Acaso confundía la libertad con el libertinaje?
¿Vio en la nueva situación la ocasión de llevar a cabo sus ensueños de
monstruosa dulzura? Formado en un medio aristocrático, vale decir, en un
egotismo rancio y, en su caso, desaforado, acaso en algún momento se creyó redimido
de esa tara del pasado por su flamante condición de ciudadano, de republicano.
Consigna sobre consigna, arenga revolucionaria sobre arenga revolucionaria,
todo indica que Sade solía participar de los eventos y manifestaciones que
realizaba la flamante ciudadanía parisina. Sin embargo, a despecho de
confundirse y gritar con ella, lo cierto es que no reconocía a casi nadie: la
mayoría pertenecían a las clases populares y él tenía un origen aristocrático.
¿No había la revolución restañado las distancias sociales? Peor aún: bastaba con que nuestro autor advirtiera la
presencia de una joven beldad para que a sus ojos toda la multitud a su
alrededor desapareciera detrás de esa figurilla espigada y él empezara a
imaginarla gimiendo bajo su fuste sibilante. Señala uno de los personajes de
Sade: “En el placer de torturar y humillar a una mujer hermosa existe la suerte
de gozo que proporcionan el sacrilegio o la profanación de los objetos
consagrados al culto” (Sade,1968, p,98).
Tampoco es difícil imaginar que su pasado aristocrático,
cuando no su lenguaje y maneras distinguidas, producían recelo entre el común
de los ciudadanos parisinos. En suma, como señala Simone de Beauvoir en su
ensayo sobre Sade, nuestro autor nunca pudo tener la experiencia de la
solidaridad, para no hablar de la experiencia del amor: estaba señalado por las
taras del pasado, por su egotismo recalcitrante. Señala Beauvoir:
“La maldición que pesa sobre Sade –y que solo el
conocimiento de su infancia podría explicarnos- es ese autismo que le prohíbe olvidarse jamás y jamás realizar la
presencia del otro (…) Normalmente es mediante el vértigo del otro hecho carne
que cada cual experimenta el hechizo de la propia. Si se permanece encerrado en
la soledad de la propia conciencia, entonces escapa a la emoción y no puede
reunirse con el ser ajeno de otra manera que mediante representaciones”
(Beauvoir, 1956, p.13).
Su propio encierro de once años en la Bastilla había
agravado y decantado dicha tara hacia la escritura: quizá la última y más
acendrada forma del egotismo. Así, solo fue cuestión de tiempo para que nuestro
autor cayera nuevamente en desgracia.
En abril de 1801, Sade es nuevamente encerrado, esta vez
en Santa Pelalgia. Allí acabará sus días.
Pensamiento sádico
A solas con su
escritura, Sade borronea con esta cientos de cuartillas. Según avanza la
redacción de su historia, las escenas se tornan cada vez más violentas y
truculentas. En ellas solo hay víctimas y victimarios. Sin embargo, estos
últimos no dejan de reflexionar sobre su comportamiento y justificarlo ante las
primeras.
Es lo que ocurre en la que es considerada por Camus la
obra más grande de Sade: Justina o los
infortunios de la virtud. Y es que no se trata aquí solo de un tópico
literario: la belleza venida a menos, ultrajada o humillada. No: en la
protagonista de esta novela, el autor humilla la misma virtud (Dios y la
religión) en nombre de la Naturaleza o de una concepción particular de la
Naturaleza. Afirma uno de los personajes de la novela, un libertino desalmado a
quien llaman Corazón de Hierro:
Hay algo mejor: lo esencial es que el desgraciado sufra;
su humillación, sus dolores son unas de las leyes de la Naturaleza, y su
existencia, útil en el plan general, como la prosperidad que lo aplasta. Tal es
la verdad que debe ahogar los remordimientos en el alma del tirano o del
malhechor; que no se limite; que se entregue ciegamente a todas las lesiones
cuya idea nace en él, es la única voz de la Naturaleza que le sugiere esta
idea; es la única manera en que ella nos convierte en agente de sus leyes.
Cuando sus inspiraciones secretas nos inclinan al mal, es que el mal le es necesario, es que
ella lo anhela, es que lo exige… (Sade, 1969, p.48)
Más adelante, otro libertino azas cruel y despiadado, un
monje llamado Clement, se expresa en los siguientes términos:
¿Acaso, digo otra vez, somos dueños de nuestros gustos?
¿No debemos ceder ante el imperio de los que hemos recibido de la Naturaleza,
como la cabeza orgullosa del roble se inclina ante la tempestad que lo agita?
Si la Naturaleza se sintiera ofendida por estos gustos, dejaría de inspirarlos;
es imposible que recibamos de ella un sentimiento hecho para ofenderla, y en esta extrema certidumbre
podemos entregarnos a nuestras pasiones, de la índole y de la violencia que
sean, seguros de que todos los inconvenientes
que representa su choque no son más que designios de la Naturaleza , de los
cuales somos los involuntarios vehículos. (Sade, p. 166)
En realidad, la Naturaleza es el gran tópico de la Razón
ilustrada en ciernes por aquellos años. Sin embargo, mientras que Rousseou
habla del “estado de gracia” de la Naturaleza y del buen salvaje, Sade entiende
que en ella predomina la ley del más fuerte con todo lo que ello supone:
violencia y más violencia.
¿Acaso no está Sade solo racionalizando su egotismo recalcitrante?
De hecho, sus pares, los aristócratas, hacían lo mismo, pero la Razón a la que
ellos apelaban era la Razón divina: esta les asistía en su derecho a mandar y
ser obedecidos.
En ese sentido, Sade rompió y no rompió con su clase, es
decir, lo hizo en punto a renegar de Dios y la religión, pero al mismo tiempo
estaba señalado por ella, por su formación egotista. En ese sentido,
suscribimos el parecer de Jean Paul Sartre cuando señala:
A partir de aquí se edifica una obra monstruosa que
haríamos mal en clasificar demasiado de prisa entre los últimos vestigios del
pensamiento aristocrático, y que más bien aparece como una reivindicación de
solitario cogida al vuelo y transformada por la ideología universalista de los
revolucionarios (…) En particular, el universalismo revolucionario, que señala
el intento de la burguesía para manifestarse como clase universal, está
completamente falseado por Sade hasta el punto de convertirse en él en un
procedimiento de humor negro. Considerando lo dicho, este pensamiento, que está
en el seno de la locura, conserva aún un vivo poder de discusión; contribuye a
derrotar, por el uso que hace de ellas, a las ideas burguesas de razón
analítica, de bondad natural, de progreso, de igualdad, de armonía universal. (Sartre,
1970, p.95)
Conclusión
De este modo concluimos que el Marqués de Sade es más que
un autor libertino o erótico-transgresor, y que hay aspectos de su obra que
transcienden este tópico y tienen, de hecho, una significación crítica cuando
no revolucionaria.
Referencias
De Sade, M. (1969), Justina o los infortunios de la virtud.
Argentina: edición de Pablo Arguello.
Sartre, J.P. (1970). Crítica de la razón dialéctica.
Argentina: Losada
De Beauvoir, S. (1959). El marqués de Sade. Argentina: Ediciones
Leviatán
Camus, A. (1967). El hombre rebelde. Argentina: Losada
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