La guerra del fin del mundo –novela de Mario Vargas Llosa aparecida en 1981-parece
la historia de un gigantesco malentendido, alentado por populismos de diverso
orden: el populismo religioso del consejero Mendez Maciel, el revolucionario de
Galielo Gall, o el nacionalista del coronel Moreira. Sin embargo, en medio de
este cuadro de extravió populista, se alza la figura del Barón de Cañabrava: un
terrateniente de enorme prestigio entre los de su rancia condición social. Tal
es así que estos le piden volver de su retiro en Europa para ponerse al frente
de una cruzada contra el caos y la barbarie. Una cruzada que aquí en
Latinoamérica lleva siglos repitiéndose
y renovándose, por cierto. Como que nuestras sociedades nacen de una contra la barbarie
indígena, y la de hoy tiene lugar, al parecer, contra la barbarie
castro-comunista.
Lo cierto es que el Barón, investido con los atributos del orden y la
tradición, retorna de Europa. Y no de cualquier Europa. La acción de la novela,
recordemos, transcurre en vísperas del convulso siglo xx: años de tránsito en
el mundo, pero sobre todo allí, en Europa, con una industrialización en pleno
auge, una clase obrera cada vez más organizada, y unos estados afianzando su
poder. Así, sus años allá se diría que han vuelto al Barón más sesudo, más
reflexivo. ¿O es lo que nos hace creer el autor y en verdad desea presentarlo
bajo una luz favorable? ¿Se nos está
permitida la sospecha? En todo caso, el contraste con los personajes
populistas –el profeta, el revolucionario y el coronel-, es evidente: estos
parecen lanzados ciegamente hacia su propia destrucción. La lectura misma de
las partes que protagoniza el Barón suele ser más bien clara y parsimoniosa,
como conviene a su estatus señorial diríase. Un estatus si bien algo debilitado
por la situación, no lo bastante como para temer por él, a su juicio . O no
tanto hoy como mañana. “Todas las armas valen –murmuró (el Barón)-. Es la
definición de esta época, del siglo veinte que se viene, señor Gall”.
Así, será todavía entre los descendientes de su clase social que dicho
temor obrará lo impensable: harán del fascismo, horrendo en tropas, su única
salvación ante el comunismo. Pero aún falta tiempo para eso y, contra la
opinión de sus pares, el Barón opta por un entendimiento con el otro sector
dominante: la burguesía. Con eso y una demostración conjunta de fuerza, bastará
para reestablecer el orden. “He dicho acomodo, pero he pensado una alianza, un
pacto –dijo el Barón-. Es difícil de entender y más todavía de hacer, pero no
hay otro camino…”.

Se podría decir, entonces, que contra el populismo desatado de algunos de
los personajes principales, se alza el egotismo señorial del Barón. Más aún:
será este quien a la larga sobreviva, en tanto que los otros irán sucumbiendo a
su propio caos: desde el coronel Moreira hasta el consejero Mendez Maciel,
pasando por el revolucionario anarquista Galileo Gall. Y sobrevivirá para
enseñorearse de la atención del lector unas páginas antes del fin de la novela.
En una escena erótica que es al mismo tiempo la consagración de su egotismo y un
trasunto de las ideas del autor: si algo como la felicidad es posible en este
mundo, solo puede serlo en un ámbito puramente privado. Y si es a través de la
exaltación de la carne, tanto mejor. Lo demás son ensoñaciones, utopías
populistas. De hecho, Vargas Llosa volverá sobre estas mismas ideas en una
novela posterior: Elogio de la Madrastra.
O, mejor dicho, premunirá con ellas a uno de sus protagonistas –Don Rigoberto-
cuyo egotismo, aunque de corte burgués, será aún más rancio que el del propio
Barón de Cañabrava, su antecesor novelesco.