Era ya entrada la noche cuando recalamos en el Retama.
Yo no conocía el lugar, ni siquiera había oído hablar de
él, pero Samuel por lo visto ya había hecho algunos amigos o camaradas allí.
Apenas entramos, lo vi cambiar algunas palabras de saludo con ellos. Algo
perplejo, yo me quedé unos pasos detrás suyo mientras observaba a mi
alrededor. ¿A dónde habíamos llegado? Aunque nuestro camarada Samuel era el
“turista”, era yo el sorprendido.
De pequeñas dimensiones, no era un bar histórico el
Retama, apenas tenía unos meses funcionando, pero la camaradería que se
respiraba allí en ese instante era añeja. Las mismas canciones que interpretaba
sobre una tarima un veterano de la guitarra eran añejas: temas de Víctor Jara,
de Violeta Parra, de Silvio Rodríguez. Cantos de protesta, en suma, de moda
entre la juventud latinoamericana de medio siglo atrás. En realidad, casi toda
la concurrencia del Retama esa noche estaba compuesta por veteranos, si no por
sobrevivientes, de la misma generación. Una generación en camino de
extinguirse, pero que en su momento tentó la causa de la revolución.
El veterano artista sobre la tarima era quien presidia
con su canto y su guitarra la velada, así que nuestro camarada y yo nos
ubicamos detrás de una de las mesas del bar para seguir su repertorio. Cantaba
y tocaba, y una larga cabellera gris caía a ambos lados de su rostro cetrino.
—¡Una cerveza por favor!— oí que pedía nuestro camarada.
Pensé, recuerdo, que yo tampoco era joven, empero no
hacía mucho que había dejado de serlo –con la pandemia para ser más exactos- y
la perspectiva que me ofrecía esa noche la concurrencia del Retama no dejaba de
ensombrecerme. ¿La ironía de mi vida ahondándose en una especie de elegía? ¿Eso
era lo que me deparaba el porvenir? ¿Ese era mi fin inevitable? Ironía execrable, fracaso de antemano: tentar
como ellos la revolución, la utopía, el amor universal, pero desde una soledad
impenitente, desde el autoexilio.
Sí, irónicamente un año antes de que sobreviniera la
pandemia yo volví a ser lo que había sido varios años atrás: un estudiante
universitario, pero sobre todo un enamorado impenitente y bufo. Como la
anterior, la universidad donde cursaba estudios de letras actualmente también
era pública: la Universidad Nacional Federico Villarreal. Así, contra lo que había
hecho hasta el 2019, intenté desde entonces asumir la literatura como una
profesión, ¡ya no más como una creación febril y solitaria! Obstinarme en esto último
había implicado desertar de la carrera de economía y un autoexilio de años -era
solo yo y mi escritura entre cuatro paredes- y a la postre malbaratar mi
juventud por nada, literalmente por nada: los borradores de las tres novelas
que escribí en ese tiempo nunca terminaron de convencerme. Dos de esas novelas
de corte revolucionario, por cierto. ¡Ríos y ríos de tinta que no alcanzaron a
hacer florecer el desierto!
Sin embargo, el año 2020 sobrevino la pandemia y si no
morí en ella, emergí del encierro que trajo consigo con más textos fallidos a
cuestas y convertido ya para siempre en una especie de fantasma o de monstruo.
Y así volví a la universidad el año 2022.
Con un principio de melancolía, me volví hacia nuestro
camarada: lo vi conversar animadamente con un veterano que se había acercado a
nuestra mesa. Nuestro camarada, estaba en vena, como siempre. Recordé haberle
confesado en un encuentro anterior que en arte era reaccionario, conservador, pero
bien mirado ¿acaso no lo era, a fuerza de egotismo, en todo el maldito sentido
de la palabra? ¿acaso no contribuí así al fracaso histórico de mi generación?, ¿qué
derecho tenía yo de criticar a la nueva generación y calificarla de superficial
o indiferente políticamente hablando? Estos veteranos eran hijos de su tiempo,
como yo del mío, y ahora nos encontrábamos en este, de ChatGpt, donde una nueva
generación de peruanos también caminaba hacia el fracaso. Nuestro camarada y yo
la habíamos visto unas horas antes en la Villareal: la nueva generación de
profesionales en ciernes. Entre ellos, mis compañeritos de letras: presenté a
mi camarada a los más cercanos e incluso pudo asistir a nuestra clase de Interpretación
literaria III. Como en la imagen final de la novela Amuleto de Roberto Bolaño, a veces los veía a todos ellos avanzar
cantando hacia el abismo. ¿Y que había hecho yo todo ese tiempo en lugar de
alertarles?, ¿qué hacía ahora? Tomé mi vaso y, luego de servirme de la botella,
apuré un trago. Sobre la tarima, el veterano artista seguía obsequiándonos con
su voz y su guitarra, sentidas coplas de protesta.
Recién entonces advertí la presencia de un par de chicas
con apariencia de universitarias: instaladas en una esquina del local,
compartían su mesa con una pareja de veteranos: un hombre y una mujer de
cabellos grises que por la edad bien podían ser sus padres (aunque era claro
que no lo eran). Como la presencia de nuestro camarada -con su aire de niño
entrado en años y su aro en la nariz- también la de ellas allí era una especie
de singularidad, sobre todo la presencia de la más guapa: de ojos lanceolados y
figura espigada, la joven seguía con visible entusiasmo el canto del veterano
sobre la tarima. “Son pareja”, me dijo nuestro camarada. “¿Quiénes?”. “Esas
dos”. “¿Cómo sabes?”. Nuestro camarada se volvió hacia el veterano que hablaba
con él: “¿Son pareja verdad?”. “Sí –contestó el veterano- ¡que desperdicio!”.
Claro, a ojos de su generación cuando no de la mía, ambas jóvenes hacían una
mala pareja. Generaciones fracasadas ¿qué autoridad tenían para menospreciar a
la nueva generación y sus amores? Sí, nuestro camarada y yo ya la habíamos
visto unas horas antes en la Villareal: sobre sus cabecitas ardientes y
soñadoras caía ya la mortaja de lo establecido. Pero no lo sabían. ¿Y que hice
yo en lugar de advertirles, despabilarlos y llamarlos a la creación heroica?
Pues enamorarme y apurar el cáliz de la poesía hasta las lágrimas. ¡Imbécil!
“El último libro que leí de un autor mexicano fue el Polifemo sin lágrimas”, le dije sonriendo apenas a nuestro
camarada. “¡El gran Pocho Kings!”, contesto él.
Chocamos nuestros vasos y pedimos otra cerveza.
Una semana después de este encuentro, nuestro camarada
abandonó Lima: debía continuar su camino y remontar el continente hasta llegar
a su hogar en la región más transparente como la había llamado Alfonso Reyes.
¿Cuánto había cambiado a nuestro camarada esos meses de travesía solitaria por
el gran sur andino, el conocimiento de tantas realidades y voces como había
hallado a un lado y otro de la cordillera? Acaso solo quienes lo recibiesen allá en su
hogar podrían precisar el alcance de este cambio: sus familiares y camaradas. Y
eran tantos estos últimos: lo sabía por lo que había visto en sus redes
sociales. Nuestro camarada era alguien muy querido en su terruño, ¡sin contar
los lazos de camaradería que había entablado durante su travesía! Entre ellos,
el que había entablado conmigo, y esto en apenas tres o cuatros encuentros que
ambos sostuvimos durante su visita a Lima. Sin embargo, mientras nos
despedíamos yo sentí que con él se iba, si no toda mi camaradería, una parte
vital de la misma y así se lo dije. Con todo, supe sobreponerme a la tristeza: “¡Marchando
hombro a hombro a pesar de la distancia, camarada!”, le dije al momento de
despedirme de él.
Sí, marchando a pesar de la distancia, marchando a pesar de
las amenazas que se ciernen en el horizonte, marchando y cantando a pesar de
todo.
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