El pobre Donatien Alphonse Francois

                                                                                   En la soledad de los calabozos, Sade tuvo también su noche

                                                                                                                                     ética parecida a la noche intelectual con la que se envolvió

                                                                                                                                     Descartes. No logró el surgimiento de la evidencia, pero por

                                                                                                                                     lo menos discutió las respuestas demasiado fáciles.

                                                                                                                                                                                                              Simone de Beauvoir


Sade, el rebelde

Cuando salió de prisión en 1790, luego de once largos años de encierro, Sade ya no era tanto un aristócrata como un ciudadano: la revolución había triunfado en Francia y la instauración de la república era prácticamente una realidad. De hecho, su liberación no fue un caso aislado: todos los presos del absolutismo fueron puestos en libertad por la revolución triunfante. Todos, incluidos quienes estaban presos no por razones políticas sino por otros delitos: entre estos últimos el propio Sade. No, nuestro autor, no era un revolucionario, pero a su modo era un rebelde. ¿Y cuál es la diferencia? ¿Y qué modo de rebelión era el suyo?

Según Camus en su ensayo El hombre rebelde, la diferencia estriba en dos elementos: la historia y la idea. Así, el sujeto rebelde puede prescindir de la historia o no es necesario para él alterar el curso de la misma en función de una ideología revolucionaria; su horizonte de transformación no involucra necesariamente la vastedad de la sociedad en la que vive. Bien puede ocurrir que así sea, pero no siempre es ese el caso. De hecho, con el mismo fervor el sujeto rebelde puede decantarse por una contrarrevolución o un proceso restaurador (los rebeldes aristocráticos-románticos son un ejemplo de eso según Bertrand Russell). Y con el mismo fervor puede prescindir de una proyección social material y recogerse en su intimidad para emprenderla teórica o ficcionalmente contra todo lo que le rodea. En este último caso, en palabras de Camus, estaríamos ante un rebelde metafísico. ¿Y quién fue, según el nobel francés, el primer rebelde metafísico de la historia? Pues nuestro autor: Donatien Alphonse Francois de Sade, el Marqués de Sade. Señala Camus:

Históricamente la primera ofensiva coherente es la de Sade, quien reúne, en una sola máquina de guerra, los argumentos del pensamiento libertino hasta el cura Meslier y Voltaire. Su negación es también, no es necesario decirlo, la más extremada. Sade no saca de la rebelión sino el no absoluto (…) Toda ética de la soledad supone el poder.  A este título, Sade es ejemplar en la medida en que, al ser tratado de una manera atroz por la sociedad, reaccionó él también de una manera atroz. (Camus, 1967 , p.142)

En efecto, ¿quién antes de Sade dio cima a una obra literaria tan ácida, donde zozobraban todos los valores, todas las certezas vigentes hasta entonces? Desde Dios hasta la religión, pasando por la moral y las convenciones sociales, nuestro autor dio en el polvo con todo, pero en nombre no tanto de la revolución como de una rebelión personal, metafísica. Lo revolucionarios, los rebeldes históricos como los llama Camus, estaban empeñados en pasar de la idea a la práctica, del dicho al hecho: decapitaron al representante de Dios en la tierra, el rey Luis XVI, y harían lo propio con quien se opusiese a la revolución y a la república. Libertad, igualdad y fraternidad universales era su consigna.

Con todo, Sade no fue ajeno al electrizante clima revolucionario: nuevamente libre, no dejó de transitar los primeros días de ese nuevo tiempo con entusiasmo ¿Acaso confundía la libertad con el libertinaje? ¿Vio en la nueva situación la ocasión de llevar a cabo sus ensueños de monstruosa dulzura? Formado en un medio aristocrático, vale decir, en un egotismo rancio y, en su caso, desaforado, acaso en algún momento se creyó redimido de esa tara del pasado por su flamante condición de ciudadano, de republicano. Consigna sobre consigna, arenga revolucionaria sobre arenga revolucionaria, todo indica que Sade solía participar de los eventos y manifestaciones que realizaba la flamante ciudadanía parisina. Sin embargo, a despecho de confundirse y gritar con ella, lo cierto es que no reconocía a casi nadie: la mayoría pertenecían a las clases populares y él tenía un origen aristocrático. ¿No había la revolución restañado las distancias sociales? Peor aún:  bastaba con que nuestro autor advirtiera la presencia de una joven beldad para que a sus ojos toda la multitud a su alrededor desapareciera detrás de esa figurilla espigada y él empezara a imaginarla gimiendo bajo su fuste sibilante. Señala uno de los personajes de Sade: “En el placer de torturar y humillar a una mujer hermosa existe la suerte de gozo que proporcionan el sacrilegio o la profanación de los objetos consagrados al culto” (Sade,1968, p,98).

Tampoco es difícil imaginar que su pasado aristocrático, cuando no su lenguaje y maneras distinguidas, producían recelo entre el común de los ciudadanos parisinos. En suma, como señala Simone de Beauvoir en su ensayo sobre Sade, nuestro autor nunca pudo tener la experiencia de la solidaridad, para no hablar de la experiencia del amor: estaba señalado por las taras del pasado, por su egotismo recalcitrante. Señala Beauvoir:

“La maldición que pesa sobre Sade –y que solo el conocimiento de su infancia podría explicarnos- es ese autismo que le prohíbe olvidarse jamás y jamás realizar la presencia del otro (…) Normalmente es mediante el vértigo del otro hecho carne que cada cual experimenta el hechizo de la propia. Si se permanece encerrado en la soledad de la propia conciencia, entonces escapa a la emoción y no puede reunirse con el ser ajeno de otra manera que mediante representaciones” (Beauvoir, 1956, p.13).

Su propio encierro de once años en la Bastilla había agravado y decantado dicha tara hacia la escritura: quizá la última y más acendrada forma del egotismo. Así, solo fue cuestión de tiempo para que nuestro autor cayera nuevamente en desgracia.

En abril de 1801, Sade es nuevamente encerrado, esta vez en Santa Pelalgia. Allí acabará sus días.

 

 

Pensamiento sádico

A solas con su escritura, Sade borronea con esta cientos de cuartillas. Según avanza la redacción de su historia, las escenas se tornan cada vez más violentas y truculentas. En ellas solo hay víctimas y victimarios. Sin embargo, estos últimos no dejan de reflexionar sobre su comportamiento y justificarlo ante las primeras.

Es lo que ocurre en la que es considerada por Camus la obra más grande de Sade: Justina o los infortunios de la virtud. Y es que no se trata aquí solo de un tópico literario: la belleza venida a menos, ultrajada o humillada. No: en la protagonista de esta novela, el autor humilla la misma virtud (Dios y la religión) en nombre de la Naturaleza o de una concepción particular de la Naturaleza. Afirma uno de los personajes de la novela, un libertino desalmado a quien llaman Corazón de Hierro:

Hay algo mejor: lo esencial es que el desgraciado sufra; su humillación, sus dolores son unas de las leyes de la Naturaleza, y su existencia, útil en el plan general, como la prosperidad que lo aplasta. Tal es la verdad que debe ahogar los remordimientos en el alma del tirano o del malhechor; que no se limite; que se entregue ciegamente a todas las lesiones cuya idea nace en él, es la única voz de la Naturaleza que le sugiere esta idea; es la única manera en que ella nos convierte en agente de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos inclinan al  mal, es que el mal le es necesario, es que ella lo anhela, es que lo exige… (Sade, 1969, p.48)

Más adelante, otro libertino azas cruel y despiadado, un monje llamado Clement, se expresa en los siguientes términos:

¿Acaso, digo otra vez, somos dueños de nuestros gustos? ¿No debemos ceder ante el imperio de los que hemos recibido de la Naturaleza, como la cabeza orgullosa del roble se inclina ante la tempestad que lo agita? Si la Naturaleza se sintiera ofendida por estos gustos, dejaría de inspirarlos; es imposible que recibamos de ella un sentimiento hecho  para ofenderla, y en esta extrema certidumbre podemos entregarnos a nuestras pasiones, de la índole y de la violencia que sean, seguros de que  todos los inconvenientes que representa su choque no son más que designios de la Naturaleza , de los cuales somos los involuntarios vehículos. (Sade, p. 166)

 

En realidad, la Naturaleza es el gran tópico de la Razón ilustrada en ciernes por aquellos años. Sin embargo, mientras que Rousseou habla del “estado de gracia” de la Naturaleza y del buen salvaje, Sade entiende que en ella predomina la ley del más fuerte con todo lo que ello supone: violencia y más violencia.

¿Acaso no está Sade solo racionalizando su egotismo recalcitrante? De hecho, sus pares, los aristócratas, hacían lo mismo, pero la Razón a la que ellos apelaban era la Razón divina: esta les asistía en su derecho a mandar y ser obedecidos.

En ese sentido, Sade rompió y no rompió con su clase, es decir, lo hizo en punto a renegar de Dios y la religión, pero al mismo tiempo estaba señalado por ella, por su formación egotista. En ese sentido, suscribimos el parecer de Jean Paul Sartre cuando señala:

A partir de aquí se edifica una obra monstruosa que haríamos mal en clasificar demasiado de prisa entre los últimos vestigios del pensamiento aristocrático, y que más bien aparece como una reivindicación de solitario cogida al vuelo y transformada por la ideología universalista de los revolucionarios (…) En particular, el universalismo revolucionario, que señala el intento de la burguesía para manifestarse como clase universal, está completamente falseado por Sade hasta el punto de convertirse en él en un procedimiento de humor negro. Considerando lo dicho, este pensamiento, que está en el seno de la locura, conserva aún un vivo poder de discusión; contribuye a derrotar, por el uso que hace de ellas, a las ideas burguesas de razón analítica, de bondad natural, de progreso, de igualdad, de armonía universal. (Sartre, 1970, p.95)

 

Conclusión

De este modo concluimos que el Marqués de Sade es más que un autor libertino o erótico-transgresor, y que hay aspectos de su obra que transcienden este tópico y tienen, de hecho, una significación crítica cuando no revolucionaria.

 

 

 

Referencias

De Sade, M. (1969), Justina o los infortunios de la virtud. Argentina: edición de Pablo Arguello.

Sartre, J.P. (1970). Crítica de la razón dialéctica. Argentina: Losada

De Beauvoir, S. (1959). El marqués de Sade. Argentina: Ediciones Leviatán

Camus, A. (1967). El hombre rebelde. Argentina: Losada

 

La prosa de José María Eguren en un libro de Miluska Benavides

 

Cuando muere en 1949, José María Eguren tiene sesenta ocho años de edad y deja tras de sí una obra poética de carácter único, insular, en la historia de la poesía peruana. Cuatro poemarios –Simbólicas, La canción de las figuras, Sombra y Rondinelas- componen el censo de su obra poética y en esta alienta una especie de mitología personal, muy personal, con sus personajes y motivos propios. Toda ella animada de un sugerente hálito musical. Una mitología egureniana en definitiva. Elucidar las claves de esta, ha sido desde entonces el cometido principal de los estudiosos de la obra del poeta. ¿Quién entre estos no empezó planteándose preguntas en torno al significado profundo de personajes como los reyes rojos, Juan Volantin, la niña de la lámpara azul o alguna de las otras niñas que desfilan en los versos egurenianos?, ¿acaso más que personajes no son personificaciones de los anhelos o los ensueños del poeta?, ¿proyecciones de su yo nefelibata?

Dicha inquietud alcanzó incluso los fueros de la ficción: ahí está el inicio del cuento más conocido del escritor Washington Delgado, “La muerte del doctor Octavio Aguilar” (su autor ganó con esta pieza el primer premio COPE de cuento celebrado en 1979). De corte fantástico, este cuento inicia con la evocación que hace el protagonista, un catedrático universitario, de los versos de “Los Reyes Rojos”, luego de lo cual reflexiona sobre los mismos ante sus jóvenes estudiantes.

Ahora bien, diecisiete años después de la muerte de nuestro poeta, aparece un libro que reúne un conjunto de prosas de su autoría con el nombre de Motivos estéticos. Redactadas casi todas hacia el final de su vida, dichas prosas constituyen una especie de testamento literario donde el autor parece refrendar en prosa lirica los varios motivos de su poesía. 

Sin embargo, desde aquella publicación póstuma en 1957, Motivos estéticos solo fue publicada dos veces más -en 1974 y 1997- como parte de las dos ediciones de las obras completas de Eguren que preparó y dio a la estampa el estudioso y crítico literario Ricardo Silva-Santisteban (apareciendo en ambos casos bajo el solo título de Motivos). Acaso esto explica la escasez de estudios críticos en torno a este libro de prosas: ya muy pocas son las personas que saben de su existencia, pero aún menos son las que han tenido ocasión de tenerlo en sus manos y leerlo. Sin embargo, entre estas últimas se contó una joven profesional de la literatura, Miluska Benavides, cuya lectura devino en la redacción de una tesis y esta a su vez en la redacción y publicación de un ensayo bajo el sello editorial de la Academia Peruana de la Lengua: Naturaleza de la prosa de José María Eguren.

Publicado en el año 2017, este ensayo sacó a relucir en el ámbito literario de nuestros días una faceta poco conocida de la obra de Eguren. Sin embargo, acaso el mayor valor literario de Naturaleza de la prosa de José María Eguren consista en la reproducción in extenso de seis de las treinta y ocho piezas que conforman los Motivos: “Expresiones líricas”, “Pedrería del mar”, “Sintonismo”, “Noche azul”, “Las ventanas de la tarde” y “Tropical”. Eso sí, la selección de las mismas por parte de la autora respondió al objetivo principal que ella se propuso al escribir su trabajo, a saber: “…brindar claves de lectura que permita entender la prosa de Eguren en la poética de una versión particular del simbolismo artístico”. De hecho, la autora cita y analiza varias prosas más, pero solo reproduce íntegramente las seis mencionadas. Y en ellas no es difícil reconocer a algunos de los personajes o motivos característicos de la mitología egureniana, esa que alienta en sus versos.

A propósito de este término “mitología” conviene precisar que es el mismo que emplea Octavio Paz en su libro Los hijos del limo para designar un rasgo particular de la poesía moderna. Señala el escritor mexicano: “ante la progresiva desintegración de la mitología cristiana, los poetas…no han tenido más remedio que inventar mitologías más o menos personales hechas de retazos de filosofías y religiones”. “Mitologías poéticas” las llama seguidamente el autor.

Más formal, Miluska Benavides, en el caso de su ensayo, emplea la noción de “universo referencial propio”, si bien Los hijos del limo es un libro que ella también cita para traer a colación la noción de “analogía universal” y aplicarla a su análisis de la obra en prosa de Eguren.

Por ultimo hay algo importante que señalar con relación al término “motivos”: desde las primeras páginas de su ensayo, la autora deja en claro que dicho término tiene que ser tomado en su acepción musical: temas que vuelven a lo largo de una composición de índole musical, a modo de ritornelos.

Temas o motivos que, en el caso de Eguren, acaso volvían también con las olas que él veía alcanzar la orilla de la playa barranquina donde solía pasear a solas.



Divulgación garcilasina - Marco Aurelio Denegri

 

En 1955, cuando yo estaba todavía en el colegio, mi padre me llevó al Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú para oír una conferencia del doctor José Durand Flórez acerca del Inca Garcilaso de la Vega. El conferencista era un hombre de talla prócer, corpulento, con lentes y bigote, enterado y diserto. Tenía treinta años y dominaba su tema.

El ilustre garcilasista Aurelio Miró Quesada Sosa, que presentó a Durand, publicó años después, en 1959, una excelente edición de los Comentarios y de la Historia General del Perú, en tres tomos, con un prólogo de 86 páginas.

Para los mozalbetes universitarios de entonces (yo era uno de ellos), la lectura de esos tres voluminosos tomos no resultaba atractiva. Podríamos haberla acometido (al menos la lectura de los Comentarios) si hubiésemos tenido a la mano una buena antología de las obras antedichas del Inca. Pero no había una antología así y aun si la hubiese habido, la desconocíamos. Sólo quince años después, los jóvenes de que se trata, que naturalmente ya habían dejado de serlo, vieron –vimos– complacidos que en la Biblioteca Peruana auspiciada por el Gobierno Militar se habían incluido tres tomos antológicos de los Comentarios, con un prólogo de Hugo Neira.

Va de suyo que sería despropositado imaginarse a los jóvenes de hogaño leyendo de punta a cabo los Comentarios de Garcilaso. Pero habrá muchos –no una multitud, claro está–, habrá muchos dispuestos a leer una antología bien concebida y mejor hecha. Pues bien: no digo que la que nos entrega Ezequiel Valenzuela Noguera sea la única, pero es indudablemente una de las mejores. La acaba de publicar el Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Se titula Educación y Cultura en los Comentarios Reales.

Refiere Garcilaso que cuando Huayna Cápac vio cuán bestiales eran los de Passau, sumamente brutos, consideró que sería vano el trabajo de reducirlos a urbanidad y policía. “¡Vámonos –exclamó Huayna Cápac–, que éstos no merecen tenernos por señor!”

Pienso que si algún día nos invadieran los extraterrestres, queriendo conquistarnos, renunciarían pronto a su empeño, al comprobar que en este planeta la brutalidad reina soberana. Y antes de irse condecorarían a Katia Fernández por haber dicho en la página 108 de su libro Éxtasis lo siguiente: “El hombre es el animal que acapara el concepto de BESTIA.” Responsable principalísima de esta bestialidad es la televisión comercial, fiel servidora del Orden Establecido o mejor dicho del Desorden.

Luis Alberto Sánchez (izquierda) entrevistado por Marco Aurelio Denegri (derecha). Año:1976. 

El gorrión - Francisco Izquierdo Ríos

José Vilca tenía mala suerte. No encontraba trabajo. Hacía tiempo que lo venía buscando por todo Lima. En los restaurantes le decían que el personal de mozos estaba completo o que había llegado tarde.

«¡Qué suerte! –se lamentaba José Vilca–. Si hubiera venido a tiempo ya tendría trabajo… Siquiera algo de comer…»
Y como un pesado escarabajo se movía por las calles de la ciudad, con los zapatos rotos, por cuyos agujeros miraban sus dedos tímidamente la vida, con el traje de color ambiguo y raído, sin sombrero, el pelo muy crecido como las zarzas de las cercas de su pueblo, pues no tenía dinero ni para hacérselo cortar.

José Vilca sabía leer. Así que una tarde, al pasar frente a una regia mansión, se fijó en un cartelito colgado en la reluciente verja de hierro: «SE NECESITA UN HOMBRE PARA CUIDAR PERROS». Iba a tocar el timbre, pero se desanimó pensando que no lo aceptarían; su dedo índice que iba a oprimir el botón se contuvo con desgano… No estaba en condiciones ni para cuidar perros…

Algunas veces trabajaba alcanzando adobes y ladrillos en las construcciones de casas que encontraba a su paso. Ganaba unos cuantos reales. Pero esta clase de trabajo no le convenía. Y continuaba deambulando como un perro sin dueño, recibiendo pedazos de pan que le daban algunos compadecidos parroquianos en los restaurantes o recogiendo las cáscaras de frutas que arrojaban los hombres felices en los parques y las calles, para comérselas con avidez. Tenía vergüenza de pedir… En una ocasión, en un café, un hombre gordo le dijo: «¡Lárgate de aquí, vagabundo! Un mozo como tú debe ganarse la vida trabajando».

Cuando llegó de su pueblo había tenido ocupación. Vendía helados D’Onofrio. Con gorra negra, guardapolvo blanco, depósito rodante y corneta, iba vendiendo la mercancía por esas calles. Pero una mañana su carretilla fue hecha añicos en una esquina por un auto particular; y no lo destrozó a él, ya que en ese momento, por ventura, entregaba el vuelto a un cliente en la acera. Vilca no fue más a la fábrica de helados, desapareció en el laberinto de la urbe. De esa época guardaba un recuerdo: una fotografía. Se hizo retratar con su traje de heladero, apoyado en su triciclo, en el Parque Universitario por un fotógrafo ambulante. Vilca siempre contemplaba con ironía el retrato, que llevaba envuelto en un pedazo de periódico en el bolsillo del pantalón. Estaba allí sonriente, con su cara ancha… Había enviado otro igual a su pueblo, a sus padres, que él se figuraba estaría colocado en la pared más visible de su casucha, con su apenas comprensible leyenda: «José Vilca. Lima, 15 de Abril de 1950». Sus coterráneos, seguramente, sentían envidia al ver esa fotografía… ¡José Vilca está en Lima, la más hermosa ciudad del Perú!

Vilca rehuía a sus paisanos. Muchos de ellos eran policías, mozos de hoteles, de restaurantes, sastres. Y hasta en la Baja Policía había de Hualpa, su pueblo. El también ingresaría en la Baja Policía para ir recogiendo la basura, los desperdicios de las casas, en esos ventrudos y silbadores carros municipales. Pero habría que ir a ver al Alcalde, a los empleados del Concejo, buscar una recomendación… Y quizá tampoco habría vacantes.

Un día que estuvo parado junto a un cinema le convencieron para que hiciera propaganda a la película «El Monstruo y el Simio». Le vistieron de monstruo. Forrado con una serie de placas de zinc y tornillos –sólo se le veían los ojos– se fue por esas calles, trac, trac, trac, seguido por otro hombre tan infortunado como él, vestido de mono. Casi se asfixia… Al término de la faena estaba molido, pero tenía cinco soles en el bolsillo,.. Con todo, Vilca se alejó, avergonzado, diciendo: «No más esto… ¡No más!…».

Dormía como un gallinazo donde lo cogían la noche y el sueño. Sobre todo bajo los gruesos árboles del Parque de los Garifos, donde muchos como él ocultan el cofre de su miseria. Un día invernal, a orillas del Rímac, por poco rompe a llorar; ese río, el rumor de sus aguas turbias y violentas, le traía la emoción de su tierra lejana… Igual sonaba el río que corre en las afueras de su pueblo por entre álamos y capulíes… ¿Por qué diablos vino a Lima? En busca de porvenir, de un mejor porvenir que podría tener en su mediterránea aldea de la serranía agreste, como lo hace la mayoría de la juventud lugareña del Perú… Lima es la meca soñada por todos…

Ya la vida para él no tenía significado. No valía la pena. Debía eliminarse. Pensó en el suicidio. Esa idea se fue haciendo su obsesión… Allí estaban las ruedas de los carros o el mar… ¡El mar con sus aguas azules! ¡Qué linda tumba para un vagabundo!… La muerte… Y terminar, dejar de ser… Mejor era eso que estar sufriendo y dando lástima.

Ya no se preocupaba por buscar trabajo. Comía las cáscaras frescas de las frutas que encontraba en su recorrido, para aplacar un poco siquiera ese terrible deseo de su estómago. Ese deseo que lleva a los hombres hasta el crimen. ¡Hambre! ¡Pan!… ¡Sed! Al fin ésta la calmaba en las fuentes de las plazuelas, bastándole para ello ponerse en cuclillas y recibir el agua… Pero lo otro… Un día intentó asaltar en una calle solitaria de Abajo el Puente a un niño que vendía frutas. Era un niño y se contuvo, un niño serrano y pobre como él.

Aquella tarde se sentó bajo un árbol del Parque de los garifos. Con cierto deleite miraba pasar los chirriantes tranvías uno tras otro. «Es la única solución», se dijo. Su alma era un abismo de debilidad y de sombras. De pronto, en el ramaje del árbol a cuyo tronco estaba recostado, cantó un gorrión, cantó y cantó. El claro canto del pájaro bajaba del árbol como un chorro de agua a la fuente seca, llena de polvo, de su alma. José Vilca sonrió. Se levantó. Parecía mentira que un gorrión estuviese cantando en una ciudad tan grande y cruel, tan sorda al dolor humano. ¡No podía ser! Los pájaros, felices, inocentes, sólo debían existir en los campos, en los pueblos, pensaba Vilca. Sin embargo, allí estaba el gorrión cantando oculto en el ramaje. Una sensación de frescura invadió, inundó su alma, su cuerpo. El canto de ese gorrión era idéntico al de los gorriones de su tierra… de aquellos que, cantando al amanecer en los nogales y chirimoyos de la huerta de su casa, lo despertaban siempre. Vilca recordó, entonces, su niñez, su hogar… los campos verdes… la vaca que ordeñaba por las madrugadas, cuya leche espumosa y caliente le humedecía, al derramarse, las manos… Un rayo de esperanza brilló en sus ojos. Se dio cuenta de la hermosura del ambiente, de la alegría de los niños que jugaban a su rededor, que los árboles del parque estaban florecidos, cuyas flores lilas, caídas al viento, cubrían como una maravillosa alfombra el verde césped…

Un sudor frío perló su frente. Nublóse su vista. Se sentó bajo el mismo árbol y se quedó dormido… Al despertar, José Vilca era otro hombre; con paso firme se metió en la urbe.


Rimbaud en Polvos Azules - Jorge Pimentel

Jorge Pimentel, al autor de este poema, pertenece a la generación del 70 o, para ser mas exactos, a la  del 68. Una generación de jóvenes que en casi todo el mundo soñaba con la revolución. De hecho, intentaron hacer realidad este sueño precisamente en el 68, año en el que se sucedieron las asonadas universitarias en muchos países, siendo la mas conocida la ocurrida en el gran barrio Latino de París, (el Mayo francés).  Ni que decir que si algo no le falto a esta generación fueron íconos revolucionarios: desde el Che Guevara hasta Ho chi min. Sin embargo, había un binomio que reivindicaban especialmente por todo lo alto: Rimbaud y Marx. “Ya se sabe que mi generación  leyó a Marx y a Rimbaud hasta que  se le revolvieron las tripas”, comenta un personaje de Los Detectives Salvajes la famosa novela de Roberto Bolaño. Nuestro inolvidable Oswaldo Reynoso continuamente sacaba  a relucir al sentido binomio, a manera de consigna, en sus conversaciones. Este poema de Jorge Pimentel con sus obreros huelguistas, su estudiante sanmarquino acusando de “alienados” a los burócratas –termino eminentemente marxista- y la todopoderosa presencia del poeta de Asís puede verse como un pequeño cristal de los sueños y aspiraciones revolucionarias de esa generación.


Rimbaud en Polvos Azules
Jorge Pimentel

Rimbaud apareció en Lima un 18 de julio de mil novecientos setenta y dos.
Venía calle abajo con un sobretodo negro y un par de botines marrones.
Se le vio por la Colmena repartiendo volantes de apoyo a la huelga
de los maestros y en una penosa marcha de los obreros trabajadores
de calzado El Diamante y Moraveco S. A., reapareciendo en la plazuela
San Francisco dándole de comer a las palomas y en un cafetín donde rociaba
migajas de pan en un café con leche mientras entre atónito y estupefacto
releía un diario de la tarde. Las personas que lo vieron aseguran que denotaba
cansancio y que fumaba como un condenado cigarrillo tras cigarrillo.
Pálido como una hermelinda, de contextura delgada, entre las manos portaba
un libro de tapa gruesa. Luego hizo un ademán con la mano pidiendo la cuenta.
Pagó 13 soles y 50 ctvos, y luego partió, y una muchacha al reconocerlo le tendió
la mano y le ofreció posada y su cuerpo a lo que él respondió invadiéndola
de luces anaranjadas. Llovía. Y las pocas personas que en esos momentos
contemplaban la escena -serían unas 15, de 20 no pasan- reunidos bajo el toldo
de la chingana armaron un tremendo barullo llamándolo Arturo, Arturo Rimbaud.
Y sus pasos fueron lentos mientras enrumbaba por el Jr. Leticia y la calle Caquetá
en el Rímac. Casi todos los que se encontraban reunidos coincidían en afirmar
que su aparición podría traer funestas consecuencias al sistema y al orden
establecido y que mejor era dar parte a la policía. Y la descripción que de él
dio un político coincidía con las que se dan para atrapar a un maleante.
La del empleado del Ministerio de Educación fue que en su abundante cabellera
pendía un turbante turco, y una argolla de bronce aparecía en una de sus orejas.
A lo que un joven estudiante de San Marcos prorrumpió amenazadoramente aseverando
que todos ellos estaban alienados y que más bien había que cumplir
al pie de la letra la aseveración de Juan Nicolás Arturo Rimbaud "Hay que cambiar
la vida" para lo cual había que destruir todo un sistema inhumano injusto y atroz.
¡Linda manera de hacerse oír! terció la voz de un anciano, y un muchacho
de secundaria dijo ¡Buena, tío! y la muchacha que fue invadida de luces
anaranjadas extrajo un lápiz de labios de su cartera corriendo hasta llegar
a un muro donde inscribió esta significativa palabra
FIN


Madrid, 1973

La sacerdotisa

  Eran los días de la pandemia, días inciertos de zozobra general con todos nosotros encerrados, enclaustrados,                 ...