Luis de Góngora fue autor de una obra poética extensa y singular, de estilo recargado (barroco), que desde el primer momento despertó adhesiones y censuras entre los hombres de letras de su tiempo. De hecho, uno de sus críticos más mordaces fue el otro gran representante del barroco español: Francisco de Quevedo.
Ahora bien, entre las adhesiones se contaba la de una mujer. Una mujer que se había iniciado, ya no solo en la lectura, sino también en la escritura de versos. Así, una de sus obras –Primer sueño- fue escrita precisamente bajo el influjo de la obra gongorina. Nos referimos a Sor Juana Inés de la Cruz, una monja mexicana, descendiente de españoles, cuya obra resulta tanto más singular por cuanto fue escrita en una época de veto para la mujer y lejos de la metrópoli, vale decir, del centro del barroco. Antes de ella, no hay otro ejemplo en la américa hispana de una autora con una obra tan lograda, salvo nuestra Amarillis indiana y su Epístola a Belardo. Si bien la discusión en torno a la autoría de este texto no está zanjada y hay quien aún sostiene que fue el español Lope de Vega –Belardo, el propio destinatario de la epístola- su verdadero autor y no nuestra Amarillis. ¿Cómo podía una mujer indiana en los confines del imperio español ya no solo saber leer y escribir, sino ejercer el oficio de las letras con semejante maestría?, podía preguntarse alguien. Acaso, en la mente de este inquisidor, esto solo es posible si se trata de una bruja, una loca, una posesa o una arpía. ¿Y no son esos lo cargos que se le hacían, y se le hacen aún, a la mujer que piensa por si misma? Cuánto más si tiene un temple poético y una belleza inquietante ¡La perdición en persona! ¿Eran bellas Amarillis y Sor Juana? Imposible saberlo, pero ciertamente tenían un temple poético. Y aunque ambas eran monjas, esto no les impedía pensar y crear por si mismas
Separadas
por el tiempo, Amarillis y Sor Juana se diría que pertenecen a una estirpe de
mujeres que llega hasta nuestros días: mujeres que respiran poesía y no por
ello dejan de afirmar el mundo bajo sus pies.
Talvez en
otras circunstancias ambas poetas hubieran enfrentado los cargos antedichos. Talvez,
el hecho de pertenecer a una orden eclesiástica las puso, en principio, a salvo
de toda sospecha. A fin de cuentas, en
aquel tiempo, la iglesia tenía un poder casi omnímodo que incluía su
competencia exclusiva en materia educativa o cultural. ¿Cómo podían entonces
dos mujeres dedicarse a leer y a escribir insaciablemente sin despertar los
recelos de nadie? Pues, precisamente, viviendo retiradas en un convento. Allí,
en la biblioteca del claustro, podían aplicarse a su labor creadora con el
continente en paz. Fue casi un privilegio de su condición de vírgenes o monjas
de clausura. Y es que ese era el único modo de escapar al destino que le
deparaba la sociedad de su tiempo al común de las mujeres: vivir exclusivamente
para ser buenas esposas y mejores madres para sus hijos.
Ignoramos
la suerte que corrió nuestra Amarillis con su vocación poética: salvo algunas pinceladas que ofrece de su vida en
ciertos versos de la Epístola a Belardo,
casi nada sabemos de ella. Ni siquiera hay certeza absoluta sobre su verdadera
identidad, y así ha pasado a la gloria con el seudónimo que usó para firmar su
famosa epístola: Amarillis. De la vida de Sor Juana en cambio tenemos abundante
información, empezando por la consignada y publicada por ella misma en su Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor
Filotea de la Cruz. Así, sabemos que la vocación poética de sor Juana se
desarrolló con relativa calma –leyó, escribió y publicó con su nombre- hasta
que su buena estrella al parecer se eclipsó. Todo por escribir sobre una
materia de competencia directa de la Iglesia: un texto de corte teológico
llamado la Carta Atenagórica. Este
salió a la luz contra la voluntad de la autora y fue contestado públicamente
con otro texto de autoría del obispo de Puebla, quien firmó con un seudónimo
femenino: Sor Filotea de la Cruz. Al parecer no quería rebajarse a firmar con
su nombre una respuesta, que era también una reconvención, a una monja de
clausura metida a poeta. En su texto, el obispo se diría que conmina a Sor
Juana a renovar sus votos de obediencia y alejarse de las letras. ¿Acaso por
ser poeta juzgaba ella que podía tentar las tinieblas de la apostasía? ¿No era
antes que poeta una sierva de Dios? Sor
Juana lee el texto y puesta en tan difícil trance acaso se recoge en su celda de
clausura. ¿Qué hará: callar y obedecer como lo dicta su fe católica o, por el
contrario, defenderse y responder como conviene a esa otra fe no menos
adorable?
Allí, en
su celda, Sor Juana acaso ora ante la imagen de un Cristo crucificado y, luego
de reconfortarse, se dispone a un último sacrificio, a una última
transfiguración por la poesía.
Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de
la Cruz, es una especie de
manifiesto personal, donde la figura de Sor Juana se alza en toda su estatura
intelectual, pero no para dar en el polvo con la Iglesia, sino para disponerse
a bajar la cabeza ante esta. Allí, entre otras cosas, declara su amor culpable
por el conocimiento y, en consecuencia, por los libros: un amor casi vedado a
las mujeres de su tiempo. Así, este texto, sublime por lo demás, marcará un
punto de inflexión en la vida de su autora quien, ante la amenaza de la
Iglesia, finalmente optará por el silencio y dejará de escribir. “El claustro
de un silencio a flor de fuego”, como diría Cesar Vallejo.
Cuatro años después de estos hechos, el 17 de abril de
1665, Sor Juana Ines de la Cruz morirá a consecuencia de una epidemia.
