El extranjero I

Pese a estar ubicado cordillera adentro y no ser, en consecuencia, de fácil acceso, no había resquemor en el pueblo hacia los extranjeros. El recién llegado, sin embargo, no llamaba precisamente a la simpatía o la confianza. Acaso por el hecho de que había llegado solo: y solo merodeaba por esas calles que a sus ojos se prolongaban más allá de si mismas a través del ensueño y del ayer. Acaso por su singular talante: era enorme y moreno como él solo. Para no mencionar su aire metafísico, ya que no extraviado. Porque, de hecho, parecía penetrado de un oscuro designio.  ¿A quién o que buscaba allí?

Lo cierto es que la misma tarde de su llegada, los lugareños se recogieron en sus casas más temprano que de costumbre: desde la mañana, una amenaza de lluvia pendía sobre el pueblo, y esta finalmente se desató poco antes de arribar el ultimo bus de la ciudad de Trujillo. Con su mochila al hombro y tras cinco horas de ascenso vertiginoso, bajó de este bus quien pareció  despertar de nuevo a la vida con esa lluvia semitorrencial. Antes de un par de minutos, dio con un hotel ubicado en los alrededores de la Plaza Mayor. Mientras esperaba allí a que escampase, se cambió la ropa mojada y comió algo. En cierto momento, pensó en sus compañeros de la universidad: ya podían ellos enorgullecerse de aprobar un examen especialmente difícil o de rendir el corazón de una beldad, que a él lo enorgullecía estar allí, en ese pueblo semiperdido en la inmensidad de los Andes. A uno de ellos, sin embargo, le había propuesto hacer ese peregrinaje, un compañero asimismo de militancia cuando no de lecturas vergonzantes para unos estudiantes de economía como lo eran ellos. “Como a los reyes magos, también a nosotros nos guiará una estrella –retrucó este ante su propuesta y en seguida exclamó-, ¡será como celebrar una nueva navidad sobre la tierra!”. Tanta inspiración para que al final le fallara: y ni siquiera pudo pretextar un dolor agudo o punzante, apenas si una sombra del mismo tras un nuevo desaire amoroso. “Pendejo”, pensó. Cuando finalmente escampó, aun no caía del todo la noche. Así, el extranjero salió del hotel a un pueblo igual y distinto a un tiempo: la lluvia había levantado una especie de frío relente del piso de sus calles. Y ya que estas parecían descolgarse desde lo alto de la colina donde se asentaba el pueblo, no había mayores aniegos. Solo ese frío relente espectral. 

Salvo una familia de lugareños con la que se cruzó de camino a la Plaza Mayor, no vio a nadie más. La familia estaba presidida por un hombre ya viejo, pero envuelto en un aura venerable. Este al volverse a mirarlo le dio con su tristeza en la cabeza. 

Con el paso de los minutos y de las horas, el frío relente se elevó cada vez más del piso, trepando por los postes de alumbrado público y los muros de las casas, mientras él parecía auscultarlo, tentar sus resonancias, su intensa actividad metafísica.

Alrededor de las diez de la noche, el extranjero se detuvo frente a un viejo caserón de fachada blanca. Por encima de la puerta cerrada, se veía la ventana de una especie de altillo que remataba un oscuro tejado. De pronto, la visión del viejo caserón deshabitado se anegó en una borrasca interior. En cierto momento, el extranjero se llevó la mano a la boca: no quería romper el frágil silencio nocturno con su llanto. Si bien, la aprehensión cuando no cierta superstición por su presencia ya cundía en el pueblo.

Cuando el extranjero finalmente retorno al hotel, ya todos en el pueblo dormían, aunque talvez alguno soñaba despierto con un negro heraldo de la muerte.


El extranjero II

Al día siguiente –día con un sol espectacular-  nadie en el pueblo ignoraba que había un “negro” entre ellos. Y no era tampoco cualquier “negro”. ¿Qué lo había arrebatado a sus costas gravitadas en fiebre? ¿A qué extraño designio le debían su presencia allí? Nadie sabía muy bien a qué atenerse a su paso por las calles. Había salido del hotel con los primeros rayos del sol, y ahora hasta donde alcanzaba a ver –desde el centro mismo del pueblo hasta las colinas tamizadas de follaje que lo rodeaban- todo a su alrededor le hacia el efecto de un gigantesco afluente de luz, calor y poesía. ¡Una vez más el pueblo parecía igual y distinto a un tiempo!

Por lo demás, también en la propia Lima, su ciudad, tenía lugar el equívoco, y él, por ejemplo, en sucesivas clases dentro de la universidad, era el “negro” de estas a ojos de sus compañeros, ¡y con toda la recia carga sexual que tenía esta palabra para ellos! Sin embargo, su invariable aire metafísico los prevenía contra algo más hondo y extraño. Algo que con el tiempo solo un grupo de ellos llegaría a descifrar a plenitud. Entre estos últimos estaba quien compartía con él el mismo problema de conciencia, su compañero de lecturas vergonzantes. “Tú al menos tienes el antecedente de Verástegui –le decía este medio en broma, medio en serio-, yo ni eso”.

Se comprendía, entonces, que allí, en ese pueblo semiperdido en la inmensidad de los Andes, los niños a su paso diesen un respingo o que los hombres le echasen continuas miradas de soslayo. Alguno incluso, ya entrado en años, revivió el temor que le produjo en su juventud, la vista de un “negro” dentro de una columna subversiva recién llegada al pueblo. ¿Sería su presencia el anuncio de algún hecho fatal?

Ajeno a estas reacciones, el extranjero solo sentía que a su alrededor todo trascendía a poesía. ¿O era la poesía la que en ese pueblo se trascendía a si misma? Allí estaban los nombres de sus calles inclinadas a cuál más sentido y poético: Fabla salvaje, Paco Yunque, Espergesia, Los heraldos negros, ¡Cesar Vallejo! Ya sabía el extranjero que todo ese dechado de ecos y correspondencias convergía sobre una de las casas ubicadas en esta última calle. Sin embargo, la que se había abierto, cuan insólita era, sobre sus primeros pasos como poeta, la que había trillado desde entonces con sus versos mientras estudiaba en la universidad, trabajaba y militaba; esa calle, acaso más tortuosa que las otras, tenía el nombre de Trilce.

Y algún día alcanzaría por ella la sombra del Poeta.

http://solobones.blogspot.com/2010/04/el-camino-de-artaban.html


La sacerdotisa

  Eran los días de la pandemia, días inciertos de zozobra general con todos nosotros encerrados, enclaustrados,                 ...