Lo cierto es que la misma tarde de su llegada, los lugareños se recogieron en sus casas más temprano que de costumbre: desde la mañana, una amenaza de lluvia pendía sobre el pueblo, y esta finalmente se desató poco antes de arribar el ultimo bus de la ciudad de Trujillo. Con su mochila al hombro y tras cinco horas de ascenso vertiginoso, bajó de este bus quien pareció despertar de nuevo a la vida con esa lluvia semitorrencial. Antes de un par de minutos, dio con un hotel ubicado en los alrededores de la Plaza Mayor. Mientras esperaba allí a que escampase, se cambió la ropa mojada y comió algo. En cierto momento, pensó en sus compañeros de la universidad: ya podían ellos enorgullecerse de aprobar un examen especialmente difícil o de rendir el corazón de una beldad, que a él lo enorgullecía estar allí, en ese pueblo semiperdido en la inmensidad de los Andes. A uno de ellos, sin embargo, le había propuesto hacer ese peregrinaje, un compañero asimismo de militancia cuando no de lecturas vergonzantes para unos estudiantes de economía como lo eran ellos. “Como a los reyes magos, también a nosotros nos guiará una estrella –retrucó este ante su propuesta y en seguida exclamó-, ¡será como celebrar una nueva navidad sobre la tierra!”. Tanta inspiración para que al final le fallara: y ni siquiera pudo pretextar un dolor agudo o punzante, apenas si una sombra del mismo tras un nuevo desaire amoroso. “Pendejo”, pensó. Cuando finalmente escampó, aun no caía del todo la noche. Así, el extranjero salió del hotel a un pueblo igual y distinto a un tiempo: la lluvia había levantado una especie de frío relente del piso de sus calles. Y ya que estas parecían descolgarse desde lo alto de la colina donde se asentaba el pueblo, no había mayores aniegos. Solo ese frío relente espectral.
Salvo una familia de lugareños con la que se cruzó de camino a la Plaza Mayor, no vio a nadie más. La familia estaba presidida por un hombre ya viejo, pero envuelto en un aura venerable. Este al volverse a mirarlo le dio con su tristeza en la cabeza.
Con el paso de los minutos y de las horas, el frío relente se elevó
cada vez más del piso, trepando por los postes de alumbrado público y los muros
de las casas, mientras él parecía auscultarlo, tentar sus resonancias, su
intensa actividad metafísica.
Alrededor de las diez de la noche, el extranjero se detuvo frente a un
viejo caserón de fachada blanca. Por encima de la puerta cerrada, se veía la
ventana de una especie de altillo que remataba un oscuro tejado. De pronto, la
visión del viejo caserón deshabitado se anegó en una borrasca interior. En
cierto momento, el extranjero se llevó la mano a la boca: no quería romper el
frágil silencio nocturno con su llanto. Si bien, la aprehensión cuando no
cierta superstición por su presencia ya cundía en el pueblo.
Cuando el extranjero finalmente retorno al hotel, ya todos en el pueblo dormían, aunque talvez alguno soñaba despierto con un negro heraldo de la muerte.

