Nuestro norte es el sur II

 

Norteamericano de membrete. Norteamericano de NAFTA o TLCAN. Norteamericano de los Estados Unidos Mexicanos, (uncido al norte blanco y opulento como tercero en desgracia, como antepatio trasero, como apéndice tercermundista). Norteamericano del sur, en definitiva. Y acaso por eso, nuestro camarada sentía desde hace algún tiempo la gravitación del gran sur sobre su corazón. El gran sur andino con sus picos y sus costas, sus héroes y poetas, su historia gravitada en muerte y esperanza.

¡Que otros se afanen por alcanzar el norte blanco y anglófono, -pareció gritar nuestro camarada- su designio era el opuesto!: alcanzar los dominios australes de su lengua; descifrar en ellos los ecos de la mejor poesía latinoamericana del siglo anterior; la suerte de quienes hoy, de modo rebelde o impenitente, la continúan. Para no hablar de su combativa tesitura política.

No debió ser una decisión fácil. A fin de cuentas, no es otro el norte que marca nuestra mirada desde la más tierna infancia. Hemos crecido admirando en nuestras pantallas su relumbrón, su cosmorama de luces y figuras, y la idea de tentar el éxito o la fortuna allí, en la forma que sea, no deja de ser una opción capital para el común de los latinoamericanos y ni que decir para los mexicanos.

Excepto, claro está, para nuestro camarada Samuel Cortez.

Licenciado en letras por la UNAM, editor del boletín virtual Altura desprendida (Miscelánea cultural para América Latina), cuando arribó a Lima, nuestro camarada se hallaba en el tramo final de una travesía de meses por el gran sur andino. Y no había dejado el alma en la prueba, (aunque sí algo de ropa según me dijo: era la ropa o los libros que había adquirido a su paso por Paraguay, Argentina y Chile).

No, no tenía muchas mudas de ropa nuestro camarada cuando llegó a Lima, luego de visitar el Cuzco, pero a falta de atuendos, estrenaba un nuevo aro en la nariz. Un llamativo aro dorado que un par de veces me distrajo de sus palabras, -“¿era un percing?”- pero no más: estas siempre tenían alguna nueva revelación para mí. “La mejor novela sobre el tópico del dictador es Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos”. “No la he leído”. “Pues te la obsequio”.

En ese sentido, noté a nuestro camarada bien inspirado, ¿siempre estaba así, es decir, ese era su estado natural o solo era efecto de esa travesía ora reveladora, ora alucinada por el gran sur andino? Eso sí, aunque alto, robusto y de pelo entrecano, nuestro camarada tenía algo de niño desenfadado y a un tiempo noble y curioso; algo que invitaba a confiar en él y predisponía a la amistad. De hecho, nos hicimos algo más que amigos: nos hicimos buenos camaradas.

Así, en el transcurso de apenas tres encuentros que tuve con él, cultivamos no tanto una amistad como una edificante camaradería no exenta de diferencias. Así, advertí que nuestras preferencias literarias diferían: nuestro camarada tenía el prurito de lo nuevo, de lo disruptivo; yo en cambio, en ese sentido, era conservador, reaccionario. Él andaba a la búsqueda de nuevas voces emergentes, yo volvía a las que ya conocía, o sea, a la tradición. Y en cierta ocasión, dialogando sobre Gabo, nuestro camarada me espetó lo siguiente: “Feliz estaba Gabo haciendo su vida de autor millonario en su mansión de México y siendo amigo de Salinas de Gortari”. Tocado en mi culto a Gabo, encajé el golpe y repliqué al punto: “¡Pero también era amigo de Fidel!”. “Y de Clinton, -añadió imperturbable nuestro camarada y volvió a la carga-  a ese wey le convenía llevarse bien con todos”. 

Al parecer, lo que ocurría es que nuestro camarada quería sustraerse al imperio del canon literario latinoamericano, a esa pesada nube de incienso que respiramos los estudiantes de letras de nuestro continente. Harto como estaba de esa situación, nuestro camarada había emprendido esta travesía, entre otras cosas, para dar cuenta sobre el terreno de aquellas voces ignotas, distintas, marginales. Así, recuerdo que una vez me preguntó por Oscar Colchado Lucio de cuyo libro Rosa Cuchillo le habían hablado en su visita al Cuzco. De hecho, cuando nos vimos en Lima ya nuestro camarada había adquirido el libro y estaba en trance de leerlo. ¿Cuántos libros habrá leído durante su travesía? No solo eso: por él me entere de la obra de Carmen Soler, poeta comunista del Paraguay, fallecida años atrás. “Hay un artículo muy bueno sobre Carmen en Altura desprendida”, me dijo nuestro camarada con aire satisfecho. Y en otra ocasión me hablo de otra Carmen, no menos combativa que la anterior, también poeta: la chilena Carmen Berenguer.

De la poesía hecha por mujeres en Paraguay yo lo ignoraba todo y de la hecha en Chile, yo solo conocía la de Gabriela Mistral.


Nuestro norte es el sur III

En otro tiempo, no mucho antes de la pandemia, la Feria del libro de Lima aun podía tentarme y hasta exaltarme con ciertos resabios de poesía y de praxis política. Aún no había perdido del todo el brillo de su primera época, cuando el ingreso era libre y el espacio que abarcaba, a un lado de la avenida La Marina en San Miguel, era mucho más grande. San Miguel es un distrito semiperiférico de Lima, ubicado frente al mar y a inicios del siglo contaba con un gran espacio para la realización de eventos anuales como la Feria del hogar o la Feria del libro de Lima. Ahora sobre ese espacio se levanta un inmenso centro comercial. Otro más.

Con el tiempo, la feria se trasladó a espacios de menor extensión cuando no peor acondicionados, pero que tenían algo en común: se hallaban en los dominios de la Lima burguesa: distritos de Surco o Jesús María. ¿Fue por eso que la entrada empezó a tener un costo –actualizado siempre al alza- y la feria devino en una institución más del feriado patrio limeño? Ignoro la respuesta. En cualquier caso, yo no dejaba de volver año tras año a fin de recorrer sus instalaciones portátiles y llevarme eventualmente un par de libros. Libros de los que por cierto ignoraba todo al momento de entrar a la feria, salvo quizá que era preferible buscarlos en alguna librería de viejo de la misma -El Aleph por ejemplo- o en el stand de alguna importadora -los precios allí eran por lo general bajísimos- el resto, ¿autor? ¿título?, lo sabría demasiado bien cuando los viese. Nunca fui buscando algún título en particular, ni tampoco me interesó nunca adquirir alguno de los que estaban en boga.

La entidad que organiza la FIL es la Cámara peruana del libro, o sea la patronal de la industria del libro, y su enfoque invariablemente comercial, pero alguna vez hubo un stand, uno solo, que respondía al enfoque opuesto: los libros allí no se vendían, ni aun por debajo de su costo, no: directamente se obsequiaban. Un enfoque social que parecía una extravagancia en el Perú del neoliberalismo, pero que en otro país era adoptado por el estado nacional en su política de promoción cultural: ese país era la República Bolivariana de Venezuela. Como otros países de nuestra región, también Venezuela estaba presente en la feria con un stand y quien se interesase por alguno de los libros de su catálogo podía llevarse el mismo sin pagar un céntimo. Y hubo un año o dos en el que el interesado podía haberse llevado hasta dos libros de su elección. Esto ocurría durante los años posteriores a la crisis del 2008, los mismos que se caracterizaron, entre otras cosas, por el altísimo precio que alcanzó el barril de petróleo: principal producto de exportación del país llanero.

Naturalmente, todos los libros habían sido editados con fondos del estado venezolano y la mayoría formaba parte de una colección o biblioteca popular cuyos volúmenes contaban con una página pre liminar con las mismas palabras de presentación. De hecho, la frase final era más bien una consigna: “¡Moral y luces que la palabra sea inspiración para el ímpetu del poder popular!” ¿Regalar libros?, ¿regalar cosas?, ¿no es acaso eso una muestra de la política que llevó a la quiebra al estado venezolano? ¿no hacia eso parte de un derroche que acabó arrastrando a la economía venezolana a la debacle actual? ¿acaso no estamos prevenidos los latinoamericanos contra el gasto irresponsable del estado y sus consecuencias? Sin embargo, es preciso ser claro con quienes la emprenden de esta guisa contra el estado venezolano y señalar una vez más que la debacle del mismo fue precipitada por las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos de América en el año 2015: como una de sus últimas medidas en el gobierno, el presidente “progresista” Barack Obama firmó entonces el decreto que declaraba a Venezuela como una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos con todo lo que eso supuso. Ni que decir tiene que esta medida absurda y a un tiempo criminal continuó y las sanciones arrecieron durante el primer gobierno de Trump.

El stand de Venezuela no figuró en las lista de participantes de la ultima edición de la FIL.


Señalaba líneas atrás que la entidad que organiza la FIL es la Cámara peruana del libro, o sea la patronal de la industria del libro, y en su ámbito son principalmente los fastos de esta industria -con sus títulos y autores mainstream- los que se exaltan y venden. Así ha sido siempre. Sin embargo, no recuerdo haber asistido a una edición de la feria tan comercial como la recién pasada. Parecía un mal simulacro de si misma. No era ya el mes de Julio cuando me cité y reuní allí con nuestro camarada Samuel, pero era la resaca del reciente feriado patrio lo que sentía a mi alrededor. El tercer feriado patrio bajo el régimen espurio y asesino de Dina Boluarte.

Yo que le había dado la bienvenida a nuestro camarada a una ciudad, Lima, de la que nunca me he sentido parte, ahora concurría con él a su capítulo quizá más culturoso, pero no por ello menos viciado y decadente.

Bajo el entoldado, las instalaciones de la feria se veían más apretadas, más deslucidas ¿era por qué una parte más grande de estas funcionaba ahora como expendios de comida? No recordaba que hubiese hasta tres patios de comida, sin contar el humoso enclave de una conocida cadena de pollería. ¿Habían sacrificado parte de las áreas comunes o de tránsito a otros rubros mucho más comerciales? ¿Era uno de esos rubros el de los grandes medios corporativos? Porque, eso sí, no importaba que estos fariseos, aliados sinuosos del régimen, no ofreciesen ningún libro, igual sus dos módulos –del diario El Comercio y del canal Latina- estaban entre los más grandes y llamativos, y se hallaban en el corazón de la feria. En el otro extremo, elaborando su contenido alternativo y sin mayores recursos, vi a un conocido booktuber. Uno solo: medraba en los alrededores de uno de los patios de comida.

Así, a despecho de toda la alegría que sentía por ver de nuevo al buen Samuel, mi ojeriza no daba signos de remitir.

Y si en otro tiempo no hubiera dejado de llamar la atención de nuestro camarada sobre alguna bondad de la FIL -la presencia de una editorial popular y alternativa como Achawata por ejemplo- ahora solo la emprendí contra esta. “Considérame un detractor de esta mierda”, le dije a nuestro camarada. De hecho, no dejé de evocar la breve experiencia de la Antifil: esa contrapropuesta que reunía a algunos renegados de la industria del libro y que, lamentable, aunque previsiblemente, no pudo sobrevivir a la pandemia.

Sin embargo, no fue hasta advertir que en toda la FIL no era posible hallar el recién publicado libro de Andrés Manuel López Obrador que mi tirria arreció.

Era la primera vez que asistía a la FIL buscando un título en particular y este no estaba. Tantos libros como se vendían y exhibían en ese tinglado de feria y el publicado por el presidente del país más grande de hispanoamérica simplemente no estaba. En cambio, la publicación de otro presidente bien que era ofrecida a viva voz en un corredor de la feria. “Aquí tienen el libro de Javier Milei”, salmodiaba agencioso un "libertario" limeño en un stand de literatura "libertaria". “Es la primera vez que veo un stand de esta gente en la FIL”, le dije a nuestro camarada. Era el acabose. Recordé que en la edición anterior de la FIL, el año 2023, México iba a ser el país invitado de honor de la misma, sin embargo la postura que adoptó su gobierno contra el gobierno espurio de Dina Boluarte supuso, entre otras cosas, que rechazara esta invitación. Postura que, por cierto, honró al gobierno mexicano y a su presidente a ojos de la gran mayoría de peruanos. Ya en el 2024, México participaba de la FIL como un invitado más: tenía un módulo convencional en la zona internacional. Sin embargo, allí solo se exhibían motivos del rico folclore mexicano. Y por lo que me dijo nuestro camarada, el libro de AMLO no había sido editado por el Fondo de Cultura Económica (la más grande editorial mexicana): así que en el módulo de este tampoco estaba. “Como sabes el Fondo es público y hubiera parecido una mamada al jefe”, señaló nuestro camarada. Luego agregó que el libro –uno de los más vendidos ese año en México- había aparecido con una firma transnacional: Planeta. Sin embargo, en el módulo de esta última el libro brillaba por su ausencia. “No lo tenemos”, nos confirmó un dependiente. ¡El libro malvenido de Milei en cambio lo ofrecían a viva voz en un stand de literatura “libertaria”!

¿Diferencias? El presidente de México ya culminaba su gestión al frente de la nación azteca con una alta aprobación ciudadana y quien tenía asimismo las más altas probabilidades de sucederlo en el cargo era alguien de su propio partido: Claudia Sheinbaum. En buena cuenta, y para ser la primera gestión de izquierda en décadas, el presidente había cumplido con las expectativas ciudadanas, salía por la puerta grande y pasaba la posta a la primera mujer presidenta de México. “Gracias” se llamaba el libro con el que su autor consagraba su paso por la presidencia del país con mayor número de hispanohablantes del mundo y segunda economía en Latinoamérica. En el otro extremo, estaba Javier Milei, presidente de Argentina, que ni siquiera había cumplido la mitad de su accidentada gestión y ya era elevado en las brumas del triunfalismo más patético por sus seguidores: para alimentar toda esa bruma mediática había escrito el libro de marras.

¿Otras diferencias? Muchas, demasiadas, tantas como las hay entre un dar las gracias y una amenaza con motosierra.



Nuestro norte es el sur IV

Era ya entrada la noche cuando recalamos en el Retama.

Yo no conocía el lugar, ni siquiera había oído hablar de él, pero Samuel por lo visto ya había hecho algunos amigos o camaradas allí. Apenas entramos, lo vi cambiar algunas palabras de saludo con ellos. Algo perplejo, yo me quedé unos pasos detrás suyo mientras observaba a mi alrededor. ¿A dónde habíamos llegado? Aunque nuestro camarada Samuel era el “turista”, era yo el sorprendido.

De pequeñas dimensiones, no era un bar histórico el Retama, apenas tenía unos meses funcionando, pero la camaradería que se respiraba allí en ese instante era añeja. Las mismas canciones que interpretaba sobre una tarima un veterano de la guitarra eran añejas: temas de Víctor Jara, de Violeta Parra, de Silvio Rodríguez. Cantos de protesta, en suma, de moda entre la juventud latinoamericana de medio siglo atrás. En realidad, casi toda la concurrencia del Retama esa noche estaba compuesta por veteranos, si no por sobrevivientes, de la misma generación. Una generación en camino de extinguirse, pero que en su momento tentó la causa de la revolución.

El veterano artista sobre la tarima era quien presidia con su canto y su guitarra la velada, así que nuestro camarada y yo nos ubicamos detrás de una de las mesas del bar para seguir su repertorio. Cantaba y tocaba, y una larga cabellera gris caía a ambos lados de su rostro cetrino.

¡Una cerveza por favor! oí que pedía nuestro camarada.

Pensé, recuerdo, que yo tampoco era joven, empero no hacía mucho que había dejado de serlo –con la pandemia para ser más exactos- y la perspectiva que me ofrecía esa noche la concurrencia del Retama no dejaba de ensombrecerme. ¿La ironía de mi vida ahondándose en una especie de elegía? ¿Eso era lo que me deparaba el porvenir? ¿Ese era mi fin inevitable?  Ironía execrable, fracaso de antemano: tentar como ellos la revolución, la utopía, el amor universal, pero desde una soledad impenitente, desde el autoexilio.

Sí, irónicamente un año antes de que sobreviniera la pandemia yo volví a ser lo que había sido varios años atrás: un estudiante universitario, pero sobre todo un enamorado impenitente y bufo. Como la anterior, la universidad donde cursaba estudios de letras actualmente también era pública: la Universidad Nacional Federico Villarreal. Así, contra lo que había hecho hasta el 2019, intenté desde entonces asumir la literatura como una profesión, ¡ya no más como una creación febril y solitaria! Obstinarme en esto último había implicado desertar de la carrera de economía y un autoexilio de años -era solo yo y mi escritura entre cuatro paredes- y a la postre malbaratar mi juventud por nada, literalmente por nada: los borradores de las tres novelas que escribí en ese tiempo nunca terminaron de convencerme. Dos de esas novelas de corte revolucionario, por cierto. ¡Ríos y ríos de tinta que no alcanzaron a hacer florecer el desierto!

Sin embargo, el año 2020 sobrevino la pandemia y si no morí en ella, emergí del encierro que trajo consigo con más textos fallidos a cuestas y convertido ya para siempre en una especie de fantasma o de monstruo. Y así volví a la universidad el año 2022.

Con un principio de melancolía, me volví hacia nuestro camarada: lo vi conversar animadamente con un veterano que se había acercado a nuestra mesa. Nuestro camarada, estaba en vena, como siempre. Recordé haberle confesado en un encuentro anterior que en arte era reaccionario, conservador, pero bien mirado ¿acaso no lo era, a fuerza de egotismo, en todo el maldito sentido de la palabra? ¿acaso no contribuí así al fracaso histórico de mi generación?, ¿qué derecho tenía yo de criticar a la nueva generación y calificarla de superficial o indiferente políticamente hablando? Estos veteranos eran hijos de su tiempo, como yo del mío, y ahora nos encontrábamos en este, de ChatGpt, donde una nueva generación de peruanos también caminaba hacia el fracaso. Nuestro camarada y yo la habíamos visto unas horas antes en la Villareal: la nueva generación de profesionales en ciernes. Entre ellos, mis compañeritos de letras: presenté a mi camarada a los más cercanos e incluso pudo asistir a nuestra clase de Interpretación literaria III. Como en la imagen final de la novela Amuleto de Roberto Bolaño, a veces los veía a todos ellos avanzar cantando hacia el abismo. ¿Y que había hecho yo todo ese tiempo en lugar de alertarles?, ¿qué hacía ahora? Tomé mi vaso y, luego de servirme de la botella, apuré un trago. Sobre la tarima, el veterano artista seguía obsequiándonos con su voz y su guitarra, sentidas coplas de protesta.

Recién entonces advertí la presencia de un par de chicas con apariencia de universitarias: instaladas en una esquina del local, compartían su mesa con una pareja de veteranos: un hombre y una mujer de cabellos grises que por la edad bien podían ser sus padres (aunque era claro que no lo eran). Como la presencia de nuestro camarada -con su aire de niño entrado en años y su aro en la nariz- también la de ellas allí era una especie de singularidad, sobre todo la presencia de la más guapa: de ojos lanceolados y figura espigada, la joven seguía con visible entusiasmo el canto del veterano sobre la tarima. “Son pareja”, me dijo nuestro camarada. “¿Quiénes?”. “Esas dos”. “¿Cómo sabes?”. Nuestro camarada se volvió hacia el veterano que hablaba con él: “¿Son pareja verdad?”. “Sí –contestó el veterano- ¡que desperdicio!”. Claro, a ojos de su generación cuando no de la mía, ambas jóvenes hacían una mala pareja. Generaciones fracasadas ¿qué autoridad tenían para menospreciar a la nueva generación y sus amores? Sí, nuestro camarada y yo ya la habíamos visto unas horas antes en la Villareal: sobre sus cabecitas ardientes y soñadoras caía ya la mortaja de lo establecido. Pero no lo sabían. ¿Y que hice yo en lugar de advertirles, despabilarlos y llamarlos a la creación heroica? Pues enamorarme y apurar el cáliz de la poesía hasta las lágrimas. ¡Imbécil! “El último libro que leí de un autor mexicano fue el Polifemo sin lágrimas”, le dije sonriendo apenas a nuestro camarada. “¡El gran Pocho Kings!”, contesto él.

Chocamos nuestros vasos y pedimos otra cerveza.

Una semana después de este encuentro, nuestro camarada abandonó Lima: debía continuar su camino y remontar el continente hasta llegar a su hogar en la región más transparente como la había llamado Alfonso Reyes. ¿Cuánto había cambiado a nuestro camarada esos meses de travesía solitaria por el gran sur andino, el conocimiento de tantas realidades y voces como había hallado a un lado y otro de la cordillera?  Acaso solo quienes lo recibiesen allá en su hogar podrían precisar el alcance de este cambio: sus familiares y camaradas. Y eran tantos estos últimos: lo sabía por lo que había visto en sus redes sociales. Nuestro camarada era alguien muy querido en su terruño, ¡sin contar los lazos de camaradería que había entablado durante su travesía! Entre ellos, el que había entablado conmigo, y esto en apenas tres o cuatros encuentros que ambos sostuvimos durante su visita a Lima. Sin embargo, mientras nos despedíamos yo sentí que con él se iba, si no toda mi camaradería, una parte vital de la misma y así se lo dije. Con todo, supe sobreponerme a la tristeza: “¡Marchando hombro a hombro a pesar de la distancia, camarada!”, le dije al momento de despedirme de él.

Sí, marchando a pesar de la distancia, marchando a pesar de las amenazas que se ciernen en el horizonte, marchando y cantando a pesar de todo.

 

 


La sacerdotisa

  Eran los días de la pandemia, días inciertos de zozobra general con todos nosotros encerrados, enclaustrados,                 ...