Dos hombres sin cólera

 

La relación del escritor y su sociedad fue un tema de debate candente en los medios intelectuales a mediados del siglo pasado. En Francia, Jean Paul Sartre planteó la noción de literatura comprometida que era una especie de epítome de la ya existente literatura social. Así, según Sartre, el escritor comprometido presta su voz y su pluma a una causa social y política: la causa de quienes están indefensos ante los abusos del poder, cualquiera que este sea. Y no pocas veces en su vida el autor francés actuó en consecuencia. Allí está como ejemplo su apoyo a la causa de la independencia argelina del dominio colonial francés o su participación en las protestas del célebre Mayo francés. Sin embargo, en este artículo nos interesa destacar su papel en el Tribunal Rusell. Dicho tribunal fue creado por iniciativa de otro intelectual de renombre, Bertrand Rusell, y tenía como propósito juzgar, desde la jurisprudencia pertinente, la actuación del ejercito de los Estados Unidos en Vietnam. Sartre no solo participó en esta iniciativa como jurado –valoró todos los testimonios y pruebas incriminatorias-, sino que, además, tuvo a su cargo la redacción del documento que justificaba la condena final por genocidio al gobierno de los Estados Unidos (condena simbólica, naturalmente, sin mayores efectos prácticos). El documento en cuestión lleva por título, justamente, El Genocidio. Siglos antes, Bartolomé de las Casas redactó su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, documento que también comporta una condena sin ambages: en este caso, al exterminio de la población aborigen del Nuevo Mundo a manos de las huestes españolas. ¿Es, pues, Bartolomé de las Casas una especie de precursor de lo que Sartre llamaba escritor comprometido?

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Separados por los siglos y las distancias, dos hombres, Bartolomé de Las Casas y Jean Paul Sartre, cogen la pluma para dar cuenta del horror y condenarlo. Su condena, empero, no tiene un carácter literario, pasivo, no: tiene fines prácticos: el primero busca influir con ella en el ánimo del príncipe Felipe y su padre, el rey Carlo V de España, cuyas huestes están arrasando pueblos enteros en el Nuevo Mundo. La condena de Sartre, por su parte, es también la de todo un tribunal cuyo propósito es juzgar, desde la jurisprudencia pertinente, la actuación del ejercito de los Estados Unidos en Vietnam. Sin embargo, ni dicho tribunal, y mucho menos Sartre, tienen una competencia efectiva en este asunto: se trata de la iniciativa particular de un intelectual famoso como Bertrand Rusell. En otras palabras, se trata de una iniciativa sin mayor reconocimiento oficial.

No es el caso de Bartolomé de Las Casas cuyo texto, por cierto, tiene un único destinatario: el príncipe Felipe de España (y, a través de él, el propio padre de Felipe: el rey Carlos V de España). Así, Las Casas está investido no tanto de la dignidad de su saber como de una efectiva dignidad eclesiástica. Y si bien condena de forma tajante la actuación de la hueste española en las Indias, al mismo tiempo exime al rey de responsabilidad alguna en este sentido: simplemente no estaba al tanto de todo el horror que sus súbditos habían desatado entre los nativos. Sin embargo, ahora ya lo sabe, y el clérigo, en nombre de la fe que ambos profesan, exhorta al príncipe -y por medio de este a su majestad el rey- a poner fin a la destrucción de las Indias. ¿Supone esto para Las Casas la retirada de los españoles de los territorios recién descubiertos por ellos? De ninguna manera: renunciar a evangelizarlos no es una opción para él: es, de hecho, la principal misión de España cuando no un designio divino. Con la salvedad de que es preciso hacer esto sin violencia y más bien con el consentimiento de los nativos. ¿No tienen también sus almas una íntima aspiración hacia la Luz? A Las Casas le consta que sí, y no deja de reiterarlo en su texto: “Son esso mesmo de limpios e desocupados e bivos entendimientos, muy capazes e dóciles para toda buena doctrina, aptíssimos para recebir nuestra saneta fee cathólica…” (Las Casas, 1991, pag 8).

Pero entonces ¿cuál es la causa que defiende Las Casas?, ¿será de verdad la de los indios o es, en definitiva, la de la Iglesia?

Si se tratase de un clérigo cualquiera, de los muchos que abrazaban entonces la conjunción de la espada y la cruz, la respuesta no merecería ninguna duda: la Iglesia. De hecho, volviendo a Sartre, para este la existencia de un escritor comprometido era imposible bajo el Antiguo Régimen del trono y el altar, ya que entonces el escritor, el letrado, era el clérigo y solo él (Sartre, 1972). ¿Y acaso podía este abrazar una causa distinta a la de la Iglesia con su poder omnímodo sin afectar su relación con esta última y, en consecuencia, su propia fe?

Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo anterior surgió una corriente de pensamiento dentro de la Iglesia que revaloraba la “opción preferencial” de esta por los más pobres: la teología de la liberación. Dicha revaloración, de hecho, tenía, y tiene, un marcado componente social y político. Su fundador, un peruano, el padre Gustavo Gutiérrez, ha escrito más de un libro desarrollando su pensamiento. Y otros sacerdotes han continuado su obra.  Bien es cierto que la Iglesia actual no es la misma a la que perteneció Las Casas: en tiempos del fraile, esta ostentaba un poder omnímodo, mientras que ahora se trata de una Iglesia en crisis cuando no secularizada. No en vano se han sucedido varias revoluciones contra el Antiguo Régimen desde la época de la conquista española del Nuevo Mundo.

Así, no es, no podía ser, Fray Bartolomé de las Casas, el autor de la Brevísima relación de la destrucción de las indias, un escritor comprometido tal y como lo entendía Sartre, pero sí podemos considerarlo un digno precursor de ese modelo de escritor que el autor de El Genocidio, y también personajes como el padre Gutiérrez encarnaron y encarnan ejemplarmente.

 

Referencias

Las Casas, Bartolomé De (1991). Brevíssima relación de la destrucción de las Indias. Editorial A. Er.

Sartre, Jean Paul (1972). Alrededor del 68. Losada.



La sacerdotisa

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