A Pedro Cueva, el desquiciado insurgente de los márgenes de la sombra.
El
campo florido de los cielos mustios
fue
el proscenio de la tragedia representada.
Los
olmos cómplices, los escondites perfectos
y
las bancas silentes los aliados invisibles.
El
helado termómetro de las tensas arterias que se esfuerzan
por
mantener en pie al torpe vigía que escudriña los pasos
de
la cárdena nereida,
derruye
la paciencia del nervio hecho tensión.
Desde
su ángulo perfecto,
él
cavila disparatados proyectos…
y
empresas dislocadas con posibilidades remotas
de
hacer lo que la costumbre ha matado en la práctica repetida.
Más
toda presencia o movimiento en el cuadro imaginario de sus ojos
hacen
de la desgracia un lamento.
Pero
empeñado el Olimpo en dar de a gotas su brebaje bermejo,
el
espía confunde la cicuta con almibaradas cortesías.
El
rizo áureo danza,
y
los tobillos sostenidos por un coqueto capricho
se
envuelven en un morado vellocino
como
llevando una procesión incesante
donde
el remedo de su alegría es nostalgia
y
cansancio de hermosura;
porque
la belleza duele tanto para la Gioconda
como
a Leonardo le fue parirla.
Y
el diablo a veces captura lo que Dios es incapaz de ofrecer;
en
el lente de su abominable retina
donde
ahora aparecen perpetuos
los
destellos de una creación divina.
Y
los faroles mustios,
y
las bancas frías;
abandonan
su modorra de la noche tranquila
para
invitar al júbilo del espía
que
muere de no saber que ha vivido todavía;
y
huyendo sin ser perseguido
le
canta al silencio del sendero empedrado
y
come ansias de la orate consecuencia
y
respira flores tan sólo de saber
que
ha logrado vivir un día perpetuo en su pupila.