Día de presentación


¿Cuándo apartaría tiempo su líder para escribir todos los libros que decía tener en mente?, se preguntaba constantemente Eulogio. Hasta el momento, solo había escrito y publicado uno solo. Y ya habían transcurrido ocho años del hecho. Eso sí, lo hizo en circunstancias harto difíciles. Como que el libro estuvo cerca de ver la luz póstumamente o, acaso, de no verla en absoluto: su autor había sufrido entonces un atentado a manos de la policía, nada menos. Sin embargo, contra lo que esperaban sus enemigos, logró salir con vida. Más aún: con vida y purificado de todas las afrentas recibidas hasta entonces por uno de ellos, azas implacable: la gran prensa de su país. Por lo demás, fuera de este, la situación con la gran prensa tampoco era muy distinta, y Eulogio tuvo ocasión de comprobarlo cuando su líder vino al Perú.

Ocho años después de dicha presentación, Eulogio se confesaba que el libro no le había importado tanto como ver, escuchar y aplaudir a quien había sido puesto en la picota de la prensa limeña desde que anunció su intención de venir aquí a presentarlo. «¡Repudio!». Con esta sola palabra, recortada sobre un alarmante fondo negro, se hacía mención del evento en la portada de aquel día del diario Correo. Y El Comercio, enseñoreándose en su indignación, no dejó de elevarse hasta las duras palabras que, días antes, tuvo el propio Mario Vargas Llosa con relación al «talante democrático» del visitante.

Así, con tales anuncios de tormenta, de cólera en las alturas, amaneció aquel día 27 de julio del 2011. El día fijado para la presentación del libro.

Dentro del auditorio, sin embargo, este movía mas bien al entusiasmo, con todos esos jóvenes, no tan jóvenes y hasta viejos izquierdistas como Eulogio y su amigo Ramiro, aguardando con sus respectivos ejemplares la llegada del autor. Sobre el estrado, la imponente mesa de honor que servía de ordinario para este tipo de presentaciones había sido cambiada por un mobiliario más restricto: dos pequeños confortables con una escueta mesa al centro, y hacia la izquierda, y no obstante en primerísimo plano, un atril de aluminio.

Casualmente, justo antes de esta presentación había tenido lugar otra, signada por las florituras que son de rigor cuando la obra a presentarse es del género de autoficción: Mi ombligo también tiene sus preferencias, se llamaba la novela. De hecho, sentado como estaba a la mesa de honor, acompañado de su editor y dos críticos adictos, el autor había advertido en algún momento los primeros signos de una ronda estelar a la entrada del auditorio: eso que alcanzaba a observar sobre el hombro de un tipo de chaleco, ¿no era una cámara de televisión?. Y esa chinita que acababa de asomar por ahí, ¿no era acaso reportera del canal dos?. Exquisita mistura de rasgos: rostro oriental, piel blanca y cuerpo de negra, pensó. Solo era cuestión de tiempo para que el noticiario abriera su edición estelar con ella de pie, narrando con todo el cuerpo las principales noticias de la jornada: talentoso autor peruano es galardonado con el premio Alfaguara, ¿o Planeta?.

Lo cierto es que cuando Eulogio y su amigo llegaron al auditorio, los periodistas ya estaban apostados dentro del mismo. «¡Faltaba más!», dijo desdeñoso el librero al verlos con su ojo izquierdo, el sano (era estrábico y llevaba unos anteojos especiales a propósito de su mal). Sin embargo, en tantos años de asistir a la Feria del Libro de Lima, no recordaba que ningún evento de la misma concitase hasta ese punto la atención de los medios, aunque solo fuese para arreciar en su habitual siniestrosis. Y, claro, no muy distinta debía ser la situación en otras capitales de Latinoamérica: allí, donde el autor hiciese un espacio en su agenda oficial para la presentación de su libro, la gran prensa nativa no dejaría de encarnizarse con él. ¡Y es que era su palabra contra toda la narrativa sostenida por ella!

«Esto se llena, compa –advirtió, de pronto, Eulogio -. Mejor nos sentamos de una vez ¿no?». Y ya optaban, muy salomónicamente, ambos amigos por sentarse en una de las filas intermedias, cuando Ramiro fue el primero en verlo: el maestro de maestros, el veterano hombre de letras cuya inconfundible melena blanca había presidido la presentación de tantos libros de poetas y narradores que apenas contaban con él, con su incierto renombre para el gran espaldarazo. Ahora, por fin se disponía a disfrutar en lo más íntimo, como un asistente más, de la presentación de un libro para el que no cabía espaldarazo alguno en medio de la cólera desatada por la gran prensa. De hecho, fue apercibida de su real impotencia en este sentido que la del Ecuador –país del que era presidente el autor-, se lanzó a espolear ciertas tendencias fascistas en el seno de la policía: cerca, muy cerca estuvo esta de liquidarlo en una celada el año anterior. Ese día, Eulogio siguió los acontecimientos por la web con el alma en vilo: la llegada del presidente en persona al cuartel donde estaban amotinados los policías, su deseo de hablar con ellos y explicarles que, contra lo que decía la gran prensa, la reforma policial que él impulsaba no afectaba sus intereses, el súbito estallido de una bomba lacrimógena a unos centímetros de su rostro, su desvanecimiento en medio del caos y del gas, la escolta presidencial llevándolo raudamente a un hospital vecino, los intentos de los amotinados por ingresar a su habitación para ultimarlo, el tardío rescate a cargo de un comando del ejercito, y, por último, la alocución que ofreció esa misma noche ¡aún más convencido de sostener su palabra hasta el fin! ¡He aquí que algo tan venido a menos entre los hombres alentaba en él con una brío y una entereza semejantes!

«¡Manya!, Oswaldo Reynoso», oyó Eulogio decir a su amigo, un segundo antes de tomar asiento. «¿Donde, donde?». Con su ojo izquierdo porfiando tras los anteojos por dar cuenta de la aparición, Eulogio permaneció de pie. «¿Donde carajo?». «¡Ahí!». Por fin lo vio: avanzaba solo, apoyado en un bastón, en el bastón que ya no dejaría más en su inquieta vida de escritor maldito. Aún mirándolo todo a través de sus clásicos anteojos ahumados: la caverna mediática apostada a un lado del auditorio, el pueblo peruano huérfano de luces, y  más allá, sobre el estrado, en lugar de la mesa de honor, un sencillo atril de aluminio; en lugar del honor de tantos poetas y novelistas, de tantos periodistas y economistas adscritos a la feria, el honor de quien se presentaría ahí en plena posesión de sí mismo y de su palabra.


*Este relato forma parte del libro de narrativa breve Wall Street Venon. https://www.amazon.com/dp/B0956TDHQM

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