Dos terratenientes arguedianos


No pocas de las mejores páginas de Arguedas tienen como personaje principal a un terrateniente. Este surge en ellas como una figura atávica, patriarcal, con atribuciones señoriales sobre la vida de los indios a su servicio. Y si bien, en los cuentos, suele ejercer las mismas con total abuso y sevicia, es en las novelas que esto se matiza o implica, en todo caso, un pathos especial. ¿Pero es solo una cuestión de géneros? ¿Se impone aquí la ventaja de la novela en punto a la elaboración de los personajes? Los indios, sin embargo, siguen siendo objetivamente los mismos: victimas siempre de algún tipo de explotación o maltrato. Y aún si alguno se rebela, se educa o simplemente se destaca  por algún don personal en las novelas, no dejamos de percibirlo dentro de un horizonte afectivo más grande. En otras palabras, reconocemos en él, de algún modo, a los indios de los cuentos, ya sea por su sentido de pertenencia a la comunidad o a la naturaleza. Todos los indios, el indio.

Con los terratenientes –con los que protagonizan dos de sus novelas al menos- parece ocurrir al revés. Así, contra la imagen señorial que tenemos de ellos en los cuentos, en las novelas los vemos transfigurados por la pasión. O, mejor dicho, por una pasión en especial: una que lleva un sello nítidamente arguediano. Sí, arguediano. Ahí está don Aparicio, personaje de la primera novela de Arguedas Diamantes y pedernales: a ojos de este hacendado, el indio que toca para él el arpa parece investido con los atributos del amor. Objetivamente, este último sigue trabajando bajo un régimen de servidumbre. Su música, sin embargo, da pábulo a la más grande aspiración de don Aparicio: obtener el favor de Adelaida, una joven y bella extranjera recién llegada al pueblo. ““¿Qué es esto, upa Mariano? ¡Tu arpa me ahonda más!”, se preguntó el señor de Lambra, y no pudo seguir oyendo el canto”. Una aspiración de todo su ser que acabará volviéndolo contra su propio arpista: este se ha permitido tocar para otros en lo que el hacendado parece juzgar no tanto una desobediencia como una afrenta a su amor.


Un caso más grave aún es el de don Bruno, personaje de la novela más ambiciosa de Arguedas: Todas las Sangres. Desde las primeras páginas, advertimos que este terrateniente no es como los demás: tiene a los indios por los últimos depositarios de una pureza casi extinta en el mundo. “Mira padrecito, gran Don Fermín, ellos no son borrachos, no son violadores, no son ladrones. No son ni como tú ni como yo. Hablemos lo cierto. Respetaremos su alma. ¡Tú los respetaras!”. Aquí, en lugar del amor, es un terrible cargo de conciencia lo que parece explicar tan insólita actitud en un hacendado: siendo joven, Don Bruno se encarnizó contra esa misma pureza. ¿Pero que más da la actitud que adopte o elucidar en esta algún tipo de impronta si, como en el caso anterior, también aquí el régimen de servidumbre se mantiene? Sin embargo, ahora Don Bruno se debate entre dejar que otros como él, o aun peores que él, acaben con dicha pureza o hacer algo por defenderla aún a costa de sus privilegios o de su vida. ¿Le costará esta última dicha transfiguración por la culpa cuando no por la pasión? ¿Será que en Don Bruno la figura del tayta protector desplaza a la del terrateniente o misti? ¿Ocurrió algo así en el caso del propio Arguedas o fue más bien la revés?

Talvez el cuento más hermoso de Arguedas sea Warma Kuyay (Amor de niño). Este empieza con el canto que entona uno de sus personajes: Justina. Un canto que parece renovar, entre los indios, el sentido de pertenencia a un nosotros, a una identidad colectiva. De ahí que los embarque en una danza donde todos se toman de la mano en torno a la muchacha. Esta alegría de los cuerpos en movimiento, inocente y colectiva, choca con la imagen febril, celosa y solitaria del adolescente enamorado de Justina, Ernesto: este observa a la distancia la escena que la muchacha preside con su canto. Líneas más adelante, el Kutu, el indio que obtuvo el favor de Justina, declara refiriéndose a Ernesto: "¡Verdad! así quieren los mistis". Y en efecto, como hemos visto, algunos de los mistis presentes en la obra de Arguedas son capaces de alentar una pasión desmedida y, como tal, ajena a la idiosincrasia de los personajes indígenas. 

Es sabido que Arguedas se tenía por un peruano que, orgullosamente, como un demonio feliz se expresaba lo mismo en quechua que en español. Sin embargo, parecía más feliz, más plenamente feliz con el quechua: esa lengua que revivía en él su sentido de pertenencia a la comunidad y a la naturaleza donde creció. Para no mencionar que tanto la música como la poesía prefería practicarlas en quechua.

El español, la lengua española, en cambio, era inseparable de la literatura, de su ejercicio egoísta, febril, celoso, suicida.

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