La sacerdotisa

 

Eran los días

de la pandemia,

días inciertos

de zozobra general

con todos nosotros

encerrados,

enclaustrados,                                      

y nuestras costas,

ni que decir,                          

desiertas, vacías

de gente.

¡Un litoral

tan grande

y ni un alma

para honrar

su majestad,

su belleza insaciable!

Pero en mi pueblo

hubo quien sí lo hizo

y, burlando

la prohibición,

ciertas mañanas

retozaba a solas

con el mar

y sus criaturas.

 

Tiempo después

de la pandemia,

a varios kilómetros

costa abajo

de mi pueblo,

sobrevino

el desastre:

el petróleo

que llevaba

un carguero descomunal           

se derramó

frente a la costa

de Lima.

¡Las aguas enfermas

del litoral limeño

ahora también acusaban

la mancha millonaria          

y monstruosa

de la empresa Repsol!

En los días siguientes,

se esperaba

que la mancha

se extendiera

costa arriba

envenenando

todo a su paso

y en mi pueblo

cundió el espanto.

Pero mi madre

profesa la adoración

del mar

y está convencida

de su poder.

“Los iones activos

del mar,

sus sales indestructibles,

sus cristales de amor,                                      

su yodo infalible,

no permitirán

que la mancha

llegue hasta aquí”,

me explicó.

“¡Pero mamá!”.

Y, contra toda advertencia,

fue con sus amigas

a retozar

con la espuma radiante

que baña

la costa de mi pueblo.

 

Veo la comunión

de mi madre

con el mar

y pienso que bien

puede ella

fundar un culto pagano

a su añil inmensidad.

Una fe no abstracta

y de puertas adentro,

sino gravitada

en dicha y libertad

con el altar mojado

de los roquedales

y la presencia efusiva

de peces, gaviotas

y demás

O tal vez ya lo hizo

y mi madre

no es tanto una bañista

como una sacerdotisa

del mar.



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