Uno puede, ¡uno debe!, vivir gozosamente en medio de un mundo poblado de
criaturas afligidas, dolientes. ¿Existe acaso otro mundo en que podamos gozar
de la vida? Sé esto: que ya no haré nada
por el solo hecho de hacerlo, que no me mostraré activo por el solo
hecho de desplegar actividad . Tampoco reconozco como inevitable o irreparable
cuanto hoy se acepta en nombre de la ley o del orden, de la paz y la
prosperidad, de la libertad y la seguridad. ¡Que le vendan todo eso a los
hotentotes! Me resulta demasiado horrendo para tragarlo. Me propongo vivir en
mi propio territorio, un territorio diminuto pero que es el mío propio. A falta
de nombre para designarlo, lo llamaré La Tierra de la Cópula.
Ya he aludido a este extraño dominio. Hablé de él como de un «interludio».
Y vuelvo aquí a mencionarlo porque ahora se me aparece más real que nunca. En
este dominio soy el monarca indiscutido. Loco como un sombrerero, quizá, pero
ello solo porque otras 999.999.999.999 personas piensan de modo distinto que yo.
Allí donde otros ven raíces de apio, rábanos, chirivíes y coliflores, yo
descubro un nuevo retoño, el germen de un orden nuevo.
Mi débil imaginación es incapaz de describir lo que pueda ser la vida
sexual de un hombre bajo un nuevo orden. Algo conocemos del frenesí y del
éxtasis que caracterizan los ritos y ceremonias de los paganos primitivos;
también conocemos algo del arte y la delicadeza que gobiernan el acto sexual
entre los iniciados orientales. Pero nunca hemos oído hablar de un pueblo libre
de la superstición, de las ceremonias rituales, de la idolatría, del miedo o la
culpa. Algunos han sido libres en algunos respectos y otros en otros respectos.
Ni siquiera en la época de Arturo – y fue una época gloriosa- vemos al hombre
liberado.
Nuestros sueños nos ofrecen una clave para sondear las posibilidades
almacenadas en nosotros. En el sueño quien adviene a la vida, quien transita
por el pasado, el presente y el futuro con igual libertad, es el hombre adánico,
identificado con la tierra, identificado con las estrellas. Para él no existen
tabúes, leyes ni convenciones. Prosigue su camino sin que el tiempo, el
espacio, las trabas físicas o las consideraciones morales le opongan obstáculo
alguno. Se acuesta con su madre tan naturalmente como lo haría con cualquier
otra mujer. Si lo hace con un animal de los bosques, satisface su deseo, no
siente rebelión alguna. Puede tomar a su propia hija con igual delectación y
satisfacción.
En el mundo de la vigilia, encadenados, entumecidos, paralizados por toda
suerte de miedos, amenazados a cada paso por castigos reales e imaginarios,
casi todos los deseos que intentamos expresar se nos aparecen pecaminosos. Pero
el verdadero yo tiene un conocimiento de otra índole, y, en cuanto cerramos los
ojos, todos aquellos impulsos prohibidos se desencadenan tumultuosamente. En el
ensueño continuamos avanzando a pesar de los alambres de púas, de los
precipicios, de las trampas, de los monstruos que se interpongan en nuestro
camino. Cuando trabamos o suprimimos nuestros deseos, la vida se torna
mezquina, fea, maligna y semejante a la muerte. Tal como es, en otras palabras.
Después de todo, el mundo que habitamos no es más que la imagen reflejada de
nuestro caos interno. Nuestros médicos, nuestros juristas fanáticos, los
pomposos pedagogos y embaucadores que dominan la escena querrían hacernos creer
que, si ha de participar en la vida de una comunidad, el hombre salvaje, el ser
primitivo, según llaman al hombre natural, ha de ser sujetado y encadenado.
Todo ser creador sabe que esto es falso. Nunca se logró nada trabando,
maniatando, encadenando a los hombres. Así no se eliminó ningún crimen ni
guerra, ninguna codicia ni voracidad, ninguna malignidad ni envidia. Cuanto se
consuma en nombre de la Sociedad es la perpetuación de la gran mentira.
***
El espíritu del hombre es como un río que busca el mar. Si se le pone un
dique pierde sus fuerzas. ¡Que no se haga responsable al hombre de estos
aterradores estallidos! ¡Condénese, en cambio, a la fuerza vital! El espíritu
que nos gobierna puede cobrar cualquier forma: nos puede asemejar a los
ángeles, a los demonios o a los dioses. Que cada cual haga su opción. Lo único
que se interpone en el camino del hombre son sus propios miedos espectrales. El mundo es nuestra casa, pero aún nos
falta ocuparla; la mujer a quien amamos nos espera, pero no sabemos dónde
encontrarla; el sendero que buscamos está bajo nuestros pies, pero no lo
reconocemos. Pertenezcamos a la tierra por mucho o por poco tiempo, las
potencias susceptibles de ser concitadas son ilimitadas.
***
Cuando deambulo solo por las calles es cuando siento las cosas; el pasado,
el presente, el futuro, el nacimiento, la evolución, la revolución, la
disolución. Y el sexo en todo su patológico pathos.
Cada país, cada ciudad, pueblo o villorrio posee su propio clima, su propia
atmosfera sexual. En algunos lugares ella penetra el aire como un semen tenue,
vaporoso; en otros forma una cascarilla en las paredes de las casas, y aun de
los templos. Aquí, como una alfombra de césped tierno, difunde un suave y
tonificante aroma; allá, densa como pelusa y flotante por doquier como polen,
se pega a nuestros vestidos, a nuestro pelo, nos tapa los oídos. A veces, su
falta es tan asombrosa que el solo aspirar una vaharada de ella resulta
electrizante. (Es como acercarse, en una calle oscura, a un escaparate y ver
que hay allí veintitrés pollitos blancos despiertos bajo el implacable fulgor
de una hilera de lámparas).
El modo en que la gente habla, el modo en que marcha, el modo en que viste,
el modo en que come y donde come, el modo en que se mira entre sí, todo
detalle, todo gesto que hace, revela la presencia o la ausencia del sexo.
Además, también existen los asesinos del sexo, a quienes reconocemos
instantáneamente en cualquier parte.
En el curso de mis caminatas, a veces paso frente a un escaparate en el preciso
momento en que colocan en él a un maniquí. Allí está ella, desnuda como la
cera, expuesta a la vista de todos. El vidrierista acaba de ceñirle entre sus
brazos para moverla hacia aquí o hacia allá. ¡Cuán sorprendentemente vivo
parece el maniquí! Y no solo vivo sino ligeramente lascivo. En cuanto al
vidrierista, todo en él sugiere al asesino.
Cuando deambulo de noche, siempre me parece que los barrios pobres de una
ciudad están más vivos, más poblados de intrigas que las avenidas
brillantemente iluminadas, donde los maniquíes, reales y artificiales, están
vestidos para matar. Considérese Grasse, por ejemplo. Puede ser aterrador y
seductor una vez caída la noche. A partir del pie de la loma, donde los pobres
se apiñan como gusanos, las calles parecen trazadas como papeles rizados. En
cada recodo hay montones de desechos rodeados por gatos aparentemente sarnosos
que comen hasta hartarse. En el verano los portales están decorados con brujas
desdentadas que se sientan allí para chismear a la lóbrega luz del farol
municipal. Por encima de la cháchara de las viejas óyese de vez en cuando la
ronca risa de una ramera. En efecto es teatral. El descubrir a una prostituta
desaliñada en una puerta, mostrando los muslos, con las piernas separadas y los
brazos abiertos es una visión enardecedora que la mugre y desolación del
contorno acentúan. Uno camina deslumbrado, y vuelve una y otra vez hacia la
maciza figura cuyas piernas están abiertas como un compás y en las cuencas de
cuyos ojos arden dos grandes brasas candentes.
Allí donde haya un río, un mercado, una catedral, una estación ferroviaria,
un garito o un casino arderá este fuego de la ciénaga que pone en tumulto la
sangre y seca la boca.
Es natural dirigirse hacia las brillantes luces cuando uno llega de noche a
una ciudad desconocida. Pero mi instinto me lleva a avanzar hacia los lugares
oscuros, donde el silencio queda subrayado por gritos obscenos, risas roncas,
torpes juramentos y gruñidos sin sentido… y, de vez en cuando, por un sollozo.
El oír a alguien sollozar tras una ventana cerrada me deja aniquilado. No solo
me conmuevo hasta las entrañas sino que a menudo también me siento sexualmente
excitado. Una mujer que solloza en la oscuridad con frecuencia significa una
mujer que implora amor. Me digo que sus sollozos pronto quedarán ahogados por
un beso apasionado; espero para oír los suspiros y quejidos que sobrevendrán.
Yendo de una casa a otra, de una ventana a otra ventana, mi desamparada
esperanza consiste en sorprender a una mujer diciéndose buenas noches a sí
misma ante un espejo rajado. ¡Si solo una vez pudiera percibir aquella última
mirada antes de apagarse la luz!
Sobre toda la tierra hay lugares apartados donde hombres y mujeres se
enroscan y debaten en lechos de piedra,
mientras de sus frentes afiebradas gotea el sudor y sus cerebros caducos
conciben fútiles esperanzas y sueños de venganza… Vuelvo a ver aquella pequeña
ciudad del Peloponeso cuyo presidio dominaba el puerto; todo está profundamente
dormido salvo aquel horrendo lugar, una jaula de piedra y hierro que
resplandece con luz fantasmal como si se hubiera prendido fuego a las mismas
almas de los condenados. Al pie de los muros, adonde todas las callejuelas
tortuosas van a terminar, vi a una pareja estrechada en un interminable abrazo.
Cerca de allí, mordisqueando venturosamente la hierba, una cabra estaba atada a
una estaca. Durante un rato observé a la cabra y a los amantes que parecían
olvidar cuanto los rodeaba, y luego eché a andar senda abajo hacia el muelle
donde un viejo lobo marino de barba blanca estaba lavándose los pies en el mar.
Su mirada, fija en la distante Argos, era la de un hombre que esperaba divisar
el vellocino de oro.
En su desolación, en sus sueños de amor o en su falta de amor, los hombres
perdidos se dirigen siempre hacia las riberas. En la inmensa deriva de la
noche, el silbo de agonía de los atormentados queda ahogado por el murmullo de
la más pequeña corriente de agua. La mente, vaciada de todo por el susurro de
las olas, se apacigua. Rodando con las olas, el espíritu que estaba acosado
acaba por plegar las alas.
¡Las aguas de la tierra! Niveladoras, sustentadoras, confortadoras. ¡Aguas
bautismales! Junto con la luz, el elemento más misterioso de la creación.
Todo desaparece devorado por el tiempo. Las aguas permanecen.

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